lunes, 1 de diciembre de 2008

Los Fugitivos



Aquella noche, unas manos fuertes golpearon la puerta de la Familia Sánchez. Eran las nueve de la noche según el enorme reloj inglés de la pared. No muy lejos de ahí, el pueblo de San jerónimo dormía bajo una de las tantas lluvias de abril. La dueña de la casa, Doña Isabel Perdomo de Sánchez, tardó en comprender que se trataba de su puerta y de su casa; cocer sentada como una vieja, en el centro de su sala, a la luz amarillenta y débil de una vela de parafina, la había adormecido. Una enorme carga en el vientre le impidió levantarse cuando lo deseó. ¿Cuanto tiempo faltará? Se preguntó a si misma, mientras una sonrisa que afloró en su rostro denunciaba el placer que le producía la espera. Pensó inmediatamente en llamar a su criada—en su estado de debilidad, tan solo podía pensar—pero recordó de inmediato que se había acostado temprano por orden suya. Al amanecer llegarían su tío Alfredo y su hermano Marcos. Ella, como de costumbre, los recibiría con algo revitalizante festín. Cordelia—así se llamaba la Criada—madrugaría a matar dos conejos y dos Gallinas, pero ante esa visita inesperada no había alternativa, tenia que llamarle, aunque no tuviese fuerzas para hacerlo. El mayordomo de la hacienda, un hombre viejo y algo cegatón de Nombre Julio, que era el responsable de la seguridad de esas dos mujeres solitarias, había salido para el pueblo vecino a comprar algunos cerdos para la llegada del patrón. El esposo de Isabel estaba en Neiva desde el principio de la semana; tardaría dos días más en llegar si lograba solucionar los problemas judiciales que lo habían llevado a la ciudad. Isabel, por lo tanto, estaba sola. Sin embargo no temía a nada. Solo ella conocía los mil y un eventos que la convirtieron en una mujer obligadamente fuerte; como todas las de su familia, y como todas las de su región. Además, se sentía segura. Nadie en el pueblo se metería con la esposa de alguien tan importante como su esposo.
—Isabel, ábreme, soy Marcos—dijo el visitante.
Antes de que él hubiese dicho su nombre, ella ya lo había reconocido. Pero Isabel no podía abrir la puerta. Estaba demasiado débil para siquiera pararse.
— ¡Cordelia! — Gritó Isabel— ¡ven y abre la puerta que mi hermano ha llegado!
Cordelia no respondió; quizás ni siquiera había escuchado. Cargada a sus diecinueve años con un sueño impenetrable, debido a la cantidad de trabajo que tenía que asumir en el día, Solo podía ser despertada a golpes, o al menos eso pensaban sus patrones. En una casa tradicional, de Arquitectura burguesa Colona, la habitación de la criada siempre esta retirada de la parte visible al exterior y particularmente cerca de la cocina; sabia (o quizás solo se resignaba a saber) que gritarle de nuevo seria inútil desde su ubicación. Por primera vez, desde la partida de su esposo, lamentó el hecho de que el no estuviera a su lado.
— ¿Marcos? , mijo, ¿como esta? que gusto saber de vos, pero, ¿por que llegas a esta hora?
— ¡tiene que ayudarme Mary, vienen los pajarracos! —Gritó desde afuera.
Isabel entonces palideció.
En medio de la lluvia, del ruido del viento pasando por los árboles y su respiración, Isabel escuchó disparos. Como la casa era de bareque, le resultaba difícil reconocer la dirección de donde provenían. La acústica era confusa, pero de algo estaba segura; no era demasiado lejos.
— ¡Cordelia, por amor a dios, habrá rápido! —Gritó Isabel a su criada.
Cordelia no respondía. Isabel, exhausta por su Estado, empezaba a impacientarse.
— ¿Marcos? — preguntó al visitante, extrañada de su silencio.
— ¿si? —respondió este, levantándose, según el ruido, del suelo.
— Estoy sola, y no puedo abrirte. Pero dale la vuelta a la casa, y te abriré por la puerta de la leña.
El afán de Marcos por llegar a la puerta la dejo confundida.
Su esposo había buscado una mujercita para que cuidara de su embarazo hasta que pasara la dieta, pero Cordelia, una niña salida dios sabe de donde, le había resultado completamente incompetente. Era complicado buscarle un reemplazo, por que poca gente, debido a la influencia de la diócesis en el pueblo, quería trabajar para liberales. E incluso, los que se ofrecían, tenían fines oscuros y se excedían abusivamente en sus atribuciones. En muchas ocasiones robaban algunas baratijas de la hacienda. En otras, los acusaban frente a la iglesia local a cambio de dinero. Los Cargos variaban de ateísmo a Liberalismo, que para la gente y para los Sacerdotes era lo mismo. El simple hecho de cuestionar un cura, si importar su rango, frente a un criado, podría resultar peligroso e inclusive mortal.
Caminó bordeando el jardín central en dirección a la cocina. Habían Ahí dos accesos que le serian útiles; por un lado la habitación de Cordelia, y por el otro, la puerta de la leña. Vio a través del umbral que su hermano ya la esperaba, y también vio al llegar que cordelia no había dejado nada listo para el día siguiente, así que tendría una razón más para despertarle a golpes. Pero otra cosa vio al entrar a la habitación de la Criada que la desconcertó terriblemente; Cordelia, esa niña desgraciada y desagradable, no estaba. No tuvo mas alternativa que dirigirse en silencio a la puerta, que para su suerte, se habría tan solo retirando un clavo.
Su hermano entró empapado, y herido en un brazo.
—escúchame detenidamente. Algo sucedió y tenemos que irnos.
Isabel estaba horrorizada. Pero antes de ser siquiera capaz de reaccionar, fue llevada por su hermano afuera de la casa. Ambos, de manera brusca, se escondieron en medio del monte que había camino al río. Isabel fue lo suficientemente inteligente como para guardar silencio. Vio, no sin amargura, como varios hombres entraban a su casa, armados y guiados por su antigua Criada. Incluso el miedo le impidió sentir odio hacia esa niña infame. Mientras huían, en silencio, escucharon los gritos de aquella chusma salvaje, escucharon a los muebles romperse y escucharon las órdenes del Hombre que guiaba aquella horda.
— ¡tráiganla viva, necesitamos interrogarla!
Pero antes de que pudiera voltearse a buscar un rostro, fue jalada por su hermano hacia el monte. Los campesinos guiados por el jinete se adentraron en el monte, en su dirección, y algunos dispararon contra la oscuridad. Su ropa, que no era otra cosa que un largo camisón pijama, estaba empapada. La debilidad de un pronto parto se había esfumado. El miedo que le producía la posibilidad de caer en desgracia era más fuerte que su amor de madre.
—Espera un instante— le dijo a su hermano— ¿hacia donde vamos?
— Necesitamos salir de aquí.
— Lo entiendo, pero ¿hacia donde?...

No pudo terminar la frase. Una bala por poco y le vuela la cabeza.


Ambos guardaron silencio, se agacharon con cuidado tras unos matorrales. Marcos tomó la mano de su hermana, y la condujo a través del monte. No paso mucho tiempo para que entendiera que no iban a ninguna parte, solo huían, y lo hacían sin rumbo fijo. La adrenalina dejo paso al miedo y al dolor; Estaba agotada, en su cintura había un dolor punzante que la desesperaba, como una aguja, como un desgarre. No había luna y aún llovía. El poco aire que lograba recoger no era suficiente porque su enorme barriga presionaba su espalda y aplastaba sus pulmones al agacharse. Pensó delicadamente. Estaba demasiado cansada para pedir explicaciones.
Huir de aquella forma le trajo muchos recuerdos de infancia, y en ellos era ella la que llevaba a su hermano, tan pequeño, tan frágil, tan inocente. Isabel en ese entonces no entendía muy bien la guerra, pero de algo estaba segura; era necesario huir. Había escuchado entre susurros los crímenes de los cazadores de liberales en las reuniones de sus padres. Lo había escuchado en la plaza de mercado, y con los niños en la escuela. En multitud de ocasiones le habían tapado la cara al pasar en un camino debido a los muertos arrojados y mutilados. Algo, repugnante y terrible, se había grabado en su memoria; el olor de la carne humana en putrefacción.
Ahora estaba ahí, a su lado. El pequeño marcos, la criatura inocente que antes defendía, ahora, herido por una bala, era quien la defendía a ella. Con una piel morena por el sol y unos profundos ojos cafés, respiraba difícilmente, pero se mostraba fuerte como un caballo. Fuerte, si, algo idiota, inocente por omisión y valiente como un soldado. El hombrecito, su hombrecito, el que siempre, sin importar las circunstancias, la haría sentir orgullosa. Con él a pesar de todo se sentía segura. Sabia que él la defendería del mismo modo que ella lo hizo en su infancia.
Caminaron toda la noche, dando círculos, temeroso de salir a una carretera. Los pajarracos estaban buscándolos. En las carreteras se escuchaban caballos e ignoraban si eran amigos o enemigos.
—mataron al Tío Alfredo—dijo Marcos, con las manos en las rodillas, tratando de respirar.
Isabel sintió que sus piernas temblaban.
— ¿Cómo paso?
— Veníamos para acá con algo de anticipación, y un grupo nos salió en la carretera. Eran militares, y nos pidieron los papeles. El tío se los mostró, y ellos lo llevaron a donde su comandante. Cuando escuchamos el tiro y lo vimos caer, nosotros disparamos también. Los demás murieron; solo yo sobreviví.
— ¿Pero estaba muerto?
—no lo se; Quizás lo esté. Como te digo solo lo vi caer.
Isabel quería, con todas sus fuerzas, llorar un poco. Lo habría hecho en otras circunstancias, pero ahora no se permitiría desfallecer. “fortaleza” se dijo, pero no pudo convencerse de ello como lo deseaba. Se arrojó a los brazos de su hermano. Lo abrazo por un largo rato, pero no logró llorar. Pensó en que jamás vería de nuevo a su tío favorito, el que siempre la había tratado tan dulcemente, incluso ahora, casada y casi madre.
—Vámonos—dijo al oído de su hermano. — casi amanece.
— ¿A donde? — preguntó este.
— Tranquilo, yo tengo una comadre por aquí cerca.
El amanecer fue benigno y mostró un Sendero conocido, que era casi camino de herradura, demasiado inclinado para que los soldados de la diócesis se decidieran tomar a caballo. La niebla los disfrazaba, y en la distancia, aquel camisón sucio y húmedo ya, parecía solo una alucinación etérea. Hacia frío. Con la tranquilidad vino el sueño que debilitó su estado de alerta. Pensó en su esposo, en su tío, en su lastimado hijo; quizás todos estaban ya muertos. Los árboles empezaron a danzar al ritmo del viento, y el susurro de las hojas, cada vez más fuerte, la adormecían con mayor intensidad.
En la distancia, arriba, junto al camino, vio la Casa de doña carmen. Sintió una alegría indefinible; la idea de secarse, de acariciar tranquilamente su estomago, de apoderarse de una cama y de ropa limpia, de remediar su hambre; no pudo evitar sonreír. Aquella sonrisa desapareció cuando vio el rostro de su hermano, cada vez más débil y pálido.
—No te preocupes; estamos a punto de llegar—murmuró
Con sorpresa, se percató de que la casa estaba en silencio. Marcos rompió el vidrio de la puerta y forzó la cerradura. La sala estaba vacía y casi desierta. Un Escalofrió helo la espalda de Isabel, quiso marcharse, pero se contuvo; escuchó un canto. Venia de la cocina y era la voz de su amiga Carmen, cantaba como lo hacen las mujeres de la región al preparar una sopa de papas, cantaba de manera triste, pero indudablemente era ella. Quizás los pajarracos habían atacado aquí primero. Ansiosa, busco la cocina.
Carmen estaba cortando una carne, y murmuraba una canción. Danzaba al ritmo lúgubre de su voz, y estaba de espaldas, trabajando delicadamente sobre la tabla de picar. Un chal cubría su cabeza, y su ropa estaba algo sucia. A pesar de los llamados de Isabel, no respondió. Marcos se había quedado sentado en la sala, en un viejo sillón. La cocina olía a sancocho y a carne fresca, y por un segundo fugaz, Isabel sintió un escalofrió. Quiso, de nuevo, huir, pero se animo a tocar el hombro de su amiga.
Carmen volteó al contacto, y dejo ver su rostro, mutilado y despedazado, victima de la violencia más inimaginable. Sus ojos habían sido arrancados, y numerosas cortaduras y llagas cruzaban su piel. Pese a ello, debajo de su carne y de su amputación, continuaba cantando con tranquilidad. Su voz, salida de unos labios despedazados y sangrantes, se hizo aterradora. Parecía insensible al horror de Isabel. Un solo segundo estuvo frente a ella, y luego volteó su cuerpo, continuó su trabajo sobre la tabla de picar y siguió cantando, tan tranquilamente como antes.
Al ver aquel rostro, Isabel comprendió que tenia enfrente a la mismísima muerte. Había huido de los pajarracos con éxito, pero no había conseguido librarse de aquella visión. Cansada, incapaz de dar un paso más para huir, vio como su camisón, en el área de su entrepierna, se teñía de rojo. Embriagada de resignación, liberó su cuerpo, y al ritmo del canto lúgubre de Su amiga Carmen, se dejó dormir.

Autor; Oscar Corzo.

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