martes, 11 de agosto de 2009

SEGUNDA COLUMNA OBSERVATORIO

EL OLOR A DOMINGO POR LA MAÑANA

Cuando comenzó a llover sobre la tierra seca, desnuda de vegetación, unos gruesos goterones se estrellaban con ese suelo de color rojo, sediento de agua, que desde el mes de junio, cuando se inició el verano no recibía ni una gota. Hoy, cuando ya comenzaba el mes de marzo, solo el polvo se remolineaba al vaivén del lento huracán que soplaba las tardes calurosas. Desde hacía dos horas, vi como se comenzaron a formar negros nubarrones que llegaban de Serra Tumucumaque y Serra Lombarda, lo que anunciaba una tormenta como nunca se había visto antes en la estancia.

Hace tres años llegué a Serra Do Navio, acompañado de mi madre, procedente de Belém del Pará, y al percibir el olor de la primera lluvia después del largo verano, quedé profundamente impresionado. Sí, ese era un olor agradable, un olor particular, un olor que los adultos no percibían porque se acomodaban sus pañuelos en sus narices tratando de huir de ese excelente olor que solo yo, y nadie más que yo, disfrutaba.

Oto, el mejor vaquero de la estancia me dijo cuando comenzó a llover: —Tapate la nariz niño. ¿No vez que sorber ese olor a polvo es maluco para los pulmones? — Mientras él se cubría su nariz con una toalla amarilla, manchada de color marrón, a consecuencia de alguna sustancia vegetal.

-- Ese olor se parece a domingo por la mañana. —Le respondí. -- Sí, es el mismo.

Me llamo Pico Méndez, y aprendí desde muy niño a distinguir el olor a domingo por la mañana, cuando mi madre me obligaba los domingos a levantarme muy temprano, me vestía con esos pantalones de dril cortos de color caqui, ya desteñido, y cuyas mangas terminaban mas abajo de mis rodilla, sostenidos por tirantas de resorte. Luego me colocaba la camisa blanca, que ya estaba trasparente de tanto lavarla en el río, y que la golpeaba con un garrote para que soltara la mugre. Luego, ya vestido, me llevaba a la Iglesia de Sao Louis, donde el padre Joao Batista siempre anunciaba el fin del mundo en el sermón, después de leer el evangelio del día.

--Toda esta sequía que se está viviendo por estos calurosos meses. Todo este varano que ha venido quemando nuestra piel, que hierve nuestra sangre –Decía durante la homilía de la misa del domingo en la mañana el padre Joao Batista, mientras entrecerraba sus ojos.

--Todos estos huracanes que se llevan el polvo de la tierra, toda esa mortandad de ganado como consecuencia de este interminable verano, todos esos esqueletos de animales que se encuentran esparcidos por la tierra seca, toda esta calamidad que estamos viviendo, ya estaba profetizada en las Sagradas Escrituras. Allí, en el libro del Apocalipsis dice muy claro, que el fin del mundo comenzará con fuego. Ese fuego que arrasará con todo lo que existe sobre la tierra. Pero recuerden hermanos, que solamente aquellos que estén en comunión con Cristo, serán los únicos salvados, serán los únicos rescatados y luego serán llevados al reino del Señor. —Continuaba diciendo el padre Joao Batista, mientras yo lo escuchaba sorprendido.

Siempre me quedaba dormido mientras estaba sentado en la banca de madera durante la misa, y cuando el padre Joao Batista comenzaba la homilía, soñaba cómo enormes llamaradas de fuego me quemaban mi cabeza, mis manos, mis pies y entonces sentía que un ser extraño, invisible, me halaba para rescatarme del fuego eterno del fin del mundo. Pero cuando me despertaba, sentía la mano fuerte de mi madre, que me halaba bruscamente de mi brazo izquierdo, despertándome para que continuara escuchando la misa.

No siempre el olor de la lluvia se parecía a domingo por la mañana. No. Ese olor solo se producía cuando dejaba de llover un buen espacio de tiempo, cuando la grama de los criaderos se secaba, y en el suelo se abrían grietas que formaban figuras caprichosas con las que yo disfrutaba jugando a hacer mapas. Luego se comenzaba a formar el polvo sobre la tierra seca de color rojo. Ese maravilloso polvo que a mí me agradaba tanto. Con mis pequeñas manos, resecas por el sol, recogía las manotadas de ese maravilloso polvo colorado y las lanzaba al aire, que lo esparcía a otros lugares, y del cual emanaba otro olor agradable que solo yo percibía y disfrutaba.

El olor del polvo de la tierra colorada, cuando se lanza al aire, huele a mugido de vaca blanca con cuernos grandes y puntiagudos cuando camina despacito. Sí, solo cuando se formaba ese polvo colorado, agradable sobre la tierra seca y llegaba la primera lluvia, después del intenso verano, solo allí yo podía percibir, cual delicioso manjar de ese olor a domingo por la mañana.

Porque había que estar alerta a la caída de la primera lluvia, después del verano, cuando caían los primeros goterones, era justo allí que emanaba ese olor particular. Cuando caía la segunda lluvia, ya no era lo mismo, y el olor a domingo por la mañana cambiaba de aroma, y aunque seguía siendo muy agradable, ni siquiera se comparaba con la primera lluvia, después del largo verano. Ese olor que producía la segunda lluvia, olía a mil pies mesclado con alas de colibrí. Sí, yo lo había examinado muy bien desde que llegué a Serra Do Navio.

Cuando solitario me internaba en el espeso bosque, cogía en mis manos los mil pies, rojos, negros, amarillos, grandes y pequeños que al sentir el contacto de mi mano, sus cuerpos expelían un olor penetrante. Y en las tardes, cuando el pequeño colibrí de color verde oscuro brillante llegaba a recoger el néctar de las flores de las trinitarias, sembradas alrededor de la casa donde vivíamos, percibía el olor que le salía de debajo de sus alas. Fue entonces cuando asocié los dos olores: el de los mil pies, con el de las alas de colibrí en pleno vuelo.

Esa tarde cuando comenzó la lluvia, cada goterón de agua chocaba contra el polvo colorado seco, originando un pequeño volcán sobre la tierra seca y aumentando más y más la intensidad del olor. Pero cuando la lluvia le gano la batalla al polvo, lo humedeció, y cuando pasó más de media hora, comenzó a formar charcas. ¡Que lastima! Ya no olía a domingo por la mañana. Entonces solo disfrutaba, viendo cómo el agua le ganaba la lucha a la tierra seca que chupaba y chupaba, sedienta, irresistible, insaciable. Finalmente, cuando la lluvia ceso, después de cuatro horas, el suelo le gano la batalla, y se chupo hasta la última gota de agua, y las grietas sobre la tierra seca comenzaron a desaparecer.

Nunca antes en mi vida disfruté tanto como ahora que vivimos en la estancia de Serra Do Navio. Todo sucedió un día cuando mi madre decidió que debíamos trasladarnos de Belém del Pará, a Serra Do Navio.

Recuerdo que abordamos un viejo bote que estaba repleto de canastas de cerveza, cajas de cartón que contenían latas llenas de aceite de soya, canastas de gaseosa y confitería de diferentes marcas y sabores. Comenzamos la travesía por uno de los canales naturales que forma el delta del Río Amazonas y da origen a la Isla de Marajó. Luego de una larga jornada, navegamos hasta llegar a la otra orilla del grande y majestuoso río que yo no conocía, y llegamos al Puerto de Macapá. Después de allí hicimos otro largo viaje por tierra hacia el nor-oriente, en dirección a la ciudad de Serra Do Navio, donde luego nos internamos con dirección al norte, hasta que por fin llegamos a esta hermosa hacienda, donde el verano es largo, la lluvia cae con mucha fuerza, con enormes goterones y los truenos retumban en el techo de la desvencijada vivienda elaborada de madera.

—Tenemos que quemar palma vendita, Pico.

Decía mi madre mientras sostenía un tiesto de barro cocido lleno de brasas al rojo vivo, sobre las cuales colocaba pedacitos de hojas secas de palma.

—Con esto nos libraremos de que nos caiga un rayo o una centella. —

Y comenzaba a recorrer los pasillos de la casa con el tiesto colocado en sus manos sobre un grueso pedazo de trapo sucio para que sus manos no se quemaran.

Durante los días anteriores a la semana santa, mi madre recolectaba hojas de palma, las cuales ambos transportábamos el día domingo de ramos por la mañana, hasta la Iglesia de Sao Louis, y después de la misa eran bendecidas por el padre Joao Batista. Pero también cargaba con velas de cebo, fósforos y agua del río para que el padre las bendijera y luego mi madre las guardaba como reliquias sagradas.

Cuando vivíamos en Belém, en uno de los barrios de la periferia del bello puerto, mi mayor deleite consistía en ver cómo los obreros de las obras públicas municipales mesclaban tierra gredosa de color rojo con arena extraída de la playa, y piedras redondas, con las que realizaban el mantenimiento de las vías del barrio. Pero entonces cuando llovía, que era muy frecuente, allá no se percibía ese olor delicioso a domingo por la mañana.

Cuando llovía torrencialmente, desde el balcón de la vivienda donde nos alojábamos, me quedaba electrizado observando cómo las calles se trasformaban en un río, en cuyo lecho navegaban a gran velocidad latas de cerveza vacías, botellas de vidrio y plástico, bolsas plásticas, pedazos de trapo, papeles, objetos multicolores y a veces hasta juguetes que yo no poseía. El caudaloso río de la calle transportaba toda esa cantidad de objetos hasta el mar, donde las bravías olas que se formaban por la tarde, arrinconaba todos esos elementos en la orilla de la playa. Al día siguiente, acompañado con otros amiguitos de mi edad, salíamos muy temprano en horas de la mañana a escoger y recolectar esa mercadería de desechos, lo que considerábamos útil para jugar.

Pero aquí al norte de Serra Do Navio, en las inmensas y calurosas planicies donde la tierra sigue teniendo esa tonalidad de color rojo pálido, y se torna gredosa en invierno, igual que allá en Belém del Pará, no existe el mar de aguas turquesas, sino un verde mar de pastizales y sabanales, entreverados con pequeños grupos de bosque, y cuando llega la temporada de verano se comienzan a marchitar lentamente, hasta que se secan, y queda solo alguno que otro árbol corpulento con signos de vida, completamente deshojado. Los arbustos de trinitarias que circundan la vieja casa de madera donde vivimos, florecen de bellos colores rojos morados, rojo sangre, rosadas, amarillas y blancas, en donde los colibríes de color verde oscuro brillante llegan en las tardes a chupar el néctar. Pero luego sucumben debido al intenso verano, y de ellas no quedan sino las chamizas que el viento huracanado estremece, hasta que finalmente las doblega, quebrándolas y esparciéndolas por la tierra seca.

Me gustaba caminar por esos pajales secos, y podía oír el sonido del tras, tras, de cada paso de mis pies descalzos, hundiéndose en esa esponjada alfombra, sintiendo la suave caricia de la grama seca donde quedaban marcados mis rastros. Entonces me volvía para observar y luego contarlos uno a uno.

Cuando en los meses de diciembre y enero comenzaba la temporada de huracanes frescos, que llegaban desde la serra de Tumucunaque y serra Lombarda, los restos de la grama y la paja seca, eran levantadas por el aire, formando remolinos y tornados, los cuales recorrían varios kilómetros, y luego se desvanecían, quedando la tierra colorada, calva de todo vestigio de vegetación, mientras yo disfrutaba observando esos fenómenos naturales.

Con el paso de los días, se comenzaba a formar el polvo colorado que esos mismos vientos se encargaban de esparcir por diferentes lugares, y sobre el suelo aparecían las primeras grietas. El calor durante el día se volvía a veces insoportable, y hacía transpirar nuestros cuerpos. Donde nos sentábamos en los bancos de madera, quedaba impregnada la humedad que olía a agua con sal. Comenzando las primeras horas de la tarde, corría presuroso hasta llegar al río, donde desnudo me arrojaba y nadaba hasta que mis dientes rechinaban, pues el viento de las cinco me producía tanto frío, que me obligaba a regresar a casa.

Al finalizar ese mes de marzo, mi madre regresó después de una semana de viaje, procedente de la ciudad de Serra Do Navio, y me anunció que ayudara a recoger las pocas pertenencias que poseíamos, porque regresaríamos a Belém del Pará la próxima semana.

–A qué iremos a Belém mamá. —Le pregunté sorprendido.

—Viviremos allá de nuevo, Pico. Mi hermana mayor me consiguió un trabajo y tu ya estas en edad de trabajar también. —Terminó diciéndome mi madre.

Esa noche yo no podía dormir, y me revolcaba en mi chinchorro, y, no obstante, la torrencial lluvia no cesaba, continuaba haciendo un intenso calor que me hizo transpirar como nunca antes. La luz de los rayos iluminaba la habitación, y luego de unos segundos se escuchaban los estremecedores sonidos producidos por los truenos.

Yo no quería volver a Belém, pues durante los tres años que llevábamos en esta región, me había enamorado del bello y majestuoso paisaje de esta estancia y de toda esta tierra de Serra Do Navio.

Tres meses después, a comienzos del mes de junio, cuando empieza la temporada de verano, en la Laguna de La Muerte, una laguna fangosa ubicada en la parte plana donde comienzan las estribaciones de la Serra Tumucumaque, distante trescientos kilómetros al norte de Serra Do Navio, lugar y hábitat de la serpiente anaconda más grande del mundo, que llegó a medir treinta y dos metros con setenta centímetros de longitud, y cuyo diámetro en el centro de su cuerpo midió dieciocho pulgadas, Ignacio Do Silva, el Comisario de la región, acompañado de cuatro policías del Estado, rescataron un montón de huesos de humano ya molidos, encontrándolos revueltos con el excremento seco que la serpiente dejó sobre la sabana a la orilla de la laguna.

Por fin lo hemos encontrado --dijo el Comisario mientras se limpiaba su frente con una toalla verde.

--Desde la misma noche que desapareció, no hemos cesado ni un momento de buscarlo. Pero no me imaginaba que estuviera tan lejos. — Agregó Ignacio Do Silva.

Uno de los policías que acompañaba la comisión de búsqueda, que hacía las veces de secretario preguntó al Comisario:

--Es preciso colocar la fecha de hoy en el informe, explicando que llevamos tres meses buscándolo, Comisario?—

--No, no es necesario especificar lo del tiempo que llevamos de búsqueda. --Manifestó el Comisario, mientras extraía de su mochila un pedacito de papel, y se lo extendió al policía secretario.

—Anexe esta prueba al informe, Oficial. —

El policía tomó en sus manos el papelito desarrugándolo y lo leyó en voz baja:

"Marzo 30 de 1993.

"No quiero irme de esta bella región, porque quiero seguir percibiendo cada año el olor a domingo por la mañana.

"Atentamente,

"Pico Méndez."

Pitalito, 03 y 04 de febrero de 2009.

Autor : Santiago Villarreal Cuellar

Tertulia la Embarrada




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