martes, 13 de julio de 2010

cuento en 15 minutos {antes de clase}

Guerra cíclica.

Fuimos muchos lo que empezamos a correr. El estruendo hizo temblar la habitación. En principio no encontramos una dirección concreta hacia dónde dirigirnos, pero una segunda explosión nos guió y todos corrimos hacia el extremo contrario. Fue un acto irracional, que ocasionó una terrible confusión. La energía eléctrica del edificio empezó a palidecer, y se desvaneció suavemente, como si todo el sistema eléctrico cayera en un pesado sueño. Las escaleras quedaron en la más absoluta oscuridad. Muchos hombres rodaron, rompiéndose, desmayándose, sangrando por sus labios y sus heridas, quedando finalmente inconscientes estorbando el paso. Pise y pasé por muchos hombres y mujeres para poder huir. Mi respiración era densa y dolorosa. Me empezaba a marear. Resbalé, por fortuna, en los últimos escalones de la escalera principal. Saludé con rudeza el suelo, y mi frente empezó a sangrar. La sangre se mezclo con el sudor, la desorientación era más grande que mis fuerzas, pero me levante rápidamente, consciente de que si no lo hacia otros pasarían sobre mi y molerían mi cuerpo. La puerta principal estaba bloqueada. Se escuchó una tercera explosión, mucho más grande que la anterior. Las mujeres empezaron a llorar. Los hombres golpeamos la puerta, armados solamente con nuestros cuerpos debilitados de oficinistas eternos, grandes y grasientos, como morsas asustadas por la marea. Tras muchos intentos, la puerta se abrió. Al principio todo fue opacado por la luz de la mañana; entonces comprendí que llevaba muchos años sin ver la luz. Tras recuperar la sensibilidad, y comprender las formas, vimos los aviones que volaban sobre nuestras cabezas, descargando bombas pesadas que demolían poco a poco nuestra ciudad. Grandes columnas de humo emergían del suelo tras su paso. Un grupo de soldados nos hicieron señales, acudimos junto a ellos. Había un refugio bajo el edificio, una enorme galería que se adentraba en la tierra iluminada por linternas movedizas. Adentro se escuchaban los quejidos de los heridos, los gritos de los militares de alto rango, y el llanto imparable de los niños. Acudí y me acurruqué en el primer lugar que vi. Tras un par de horas, el silencio fue ensordecedor. Toda la ciudad parecía muerta. Yo empezaba a adormecerme pero mi estomago se quejó ruidosamente; entonces, para disimular, para sobrellevar la espera, me dormí. Mi sueño fue pesado y asfixiante. Desperté con un insoportable sabor a sangre en los labios y la sensación de estar enterrado vivo. Ya era de noche, y algunas personas habían encendido fuego en el fondo del túnel. Quise conversar con alguien, pero no tenia voz. Todos preferían callar. No volví a dormir. Esperé la mañana junto a la entrada principal. El hambre era tan intensa que casi ya no se sentía. Algunos soldados a mi alrededor empezaban a adormecerse, con aires de indiferencia. Pensé, este es su mundo, no el mío; ellos están acostumbrados a esta barbarie, sometidos a esta suerte. Silencio absoluto. Por un instante creí que respirábamos a unisonó. Al amanecer, cuando por fin empezaba a vencerme el cansancio, escuché una sirena distante, y las primeras explosiones del día.

«Aquí estaremos seguros» dijo un soldado, con voz temblorosa y tímida, a pesar de tener los típicos rasgos de un hombre valiente

Se equivocaba. El edificio empezó a temblar, tanto como si tuviese miedo. De nuevo empezamos a correr. Esta vez el aire era más turbio, y el fuego mas cercano. No había hacia dónde ir. Las explosiones venían de todas las direcciones. La muerte nos observaba desde todos los ángulos. Entonces, sin explicarlo, sin justificación, corrimos hacia todas partes. Lo mismo daba. Nos separamos así en aquella ciudad, asustados y hambrientos, locos por huir de esa infalible muerte.

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