lunes, 25 de agosto de 2008

cuentos de los participantes...

Adentro de la Ciudad de Cristal.
por Oscar Corzo

Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él.

Un descenso al Maelström—Edgar Allan Poe


De joven escuché tantas veces que el siglo XX no tenía nada nuevo que enseñarle al mundo en cuestiones geográficas, que terminé horrorizado cuando la suerte, mapa en mano, demostró lo contrario. Justifico mi juvenil juicio a priori por mi para entonces escasa vida de aventurero. Hoy he vivido, y por eso, temo que no solo la ciencia, si no hasta las santas escrituras están equivocadas. Cito: (quisiera hacerlo sin sentir un escalofrío recorriendo mi espalda) Nihil sub Sole novun. Pero, ¿no existen acaso, en cualquier nación, bastos lugares que nunca ha iluminado el sol? Yo estuve en uno; un lugar perdido, negado de dios o razón; la ciudad de cristal. Para vivir en paz luego de tal experiencia preferí la negación, la mesura; quisiera que no me juzgaran; no tenia alternativa. Los hombres, aferrados, como están, a su sentido común, reaccionarian violentamente ante cualquier juicio sobre su conducta, están alienados. No les juzgo; me sucedió lo mismo en esa renombrada juventud. Luego, sucedió esto. Callé y lo hice por temor. Los juicios y la desaprobación de la gente me aterran. Callé así en el fondo estuviese convencido de estar en lo correcto. Hace “…” años decidí escribir esta nota, pero comprendí de antemano que nadie me creería ¿quien iba a hacerlo? Deseché ese primer intento, y creí olvidarlo todo, hasta el día de hoy. La cercanía de la muerte me somete a la evocación y al arrepentimiento. Quiero purificarme, pedir misericordia al cielo, lograr la paz para mi alma. Lo juro, no alucino por la fiebre, no miento; un detalle muy hablado actualmente apoya mi palabra. El artículo de un periódico nacional y algunas fotografías tomadas por un periodista y un grupo de arqueólogos que vieron una pequeña fracción de lo que vi y han podido documentarlo con mayor veracidad. Para ellos (si me creen) mi testimonio será útil. Afirman ser los primeros en descubrir este misterio, pero debo desmentirlos. Estuve ahí muchos años antes de que naciera parte importante de su equipo. Aclaro que mi pretensión es purgar mis culpas y no me interesa el más mínimo protagonismo. Por eso, creo innecesario firmar esta nota. A su diferencia ya soy un viejo, desinteresado y misántropo, y mi memoria puede divagar y confundirse; pido disculpas de antemano por esos errores tan humanos e incomprendidos. Soy sacerdote—quizás ese titulo solo haga más ambigua mi credibilidad—el hecho ocurrió en el año 19** mientras yo servia como misionero para los hermanos dominicos. Para entonces yo contaba con veinticinco años, era piadoso, joven, fuerte, un tanto apasionado, e inexperto; dicen, esas son condiciones naturales de todo joven soñador. Mi pronunciación portuguesa no me acomodaba muy bien al español de la región así que vivía en una lúgubre y santa Soledad. No daré más vueltas a mis justificaciones, que posiblemente ya son fastidiosas para el lector. Ustedes son libres de hacer de este texto una historia verídica o una simple y grotesca narración de ciencia ficción.

Fui enviado por Monseñor M**** para recuperar una vieja parroquia en el sur del país. Los indios, que ahora decían creer en cristo, rengaban de la iglesia, y habían descuidado completamente la obra de su predecesor. Tanta arrogancia podría con el tiempo producir un Lutero Mulato aun más nefasto que el anterior, así que por el bien de sus almas, y por la continuidad de nuestra autoridad, decidimos actuar con rapidez y severidad. Veinticinco años llevaba ese lugar santo sin un pastor. El descuido de sus paredes y reliquias, demostraban la profunda ignorancia de aquellas almas desventuradas. El país, en aquellos días turbios, necesitaba redimir con urgencia el fervor de su religiosidad. Conocíamos muchas maneras de combatir el ateismo y liberalidad, pero la Santa Guerra por la fe, ejecutada a la luz de la piñón publica, era mal vista por los gentilhombres y los periódicos. La respuesta de monseñor fue clara; no había Obra más santa y más inspiradora para los creyentes que la evangelización. El antiguo monseñor, el padre de la diócesis, era recordado por recorrer en burro esas agrestes montañas del sur, llevando a las almas ciegas y salvajes la palabra del señor. Al partir sentimos—mediocre error del orgullo— que repetiríamos su hazaña. Una pequeña barca fue cargada con nuestras pertenencias, pues las vías en época de violencia eran peligrosas incluso para los santos servidores del señor. Llegaríamos en tres días al pequeño pueblo llamado san Agustín. Me acompañaban algunos parroquianos, y otros dos hermanos sacerdotes de la ciudad de garzón. Nuestro viaje fue rápido y tranquilo, hasta que a algunos kilómetros de la población de timaná, fuimos volcados por un remolino que se tragó la embarcación.


Del tiempo intermedio no recuerdo nada, salvo que dormí profundamente y me alimentaron con sangre. Tuve fiebre, vomité incansablemente, y estuve a punto de morir. Al recuperarme me vi desnudo en una cabaña, acomodada con Barro seco y estiércol. En su interior el aire era calido, pero el aroma resultaba insoportable. Una mujer, enmascarada debajo de una grotesca cara de simio, cuidaba mis dolencias. Al ver mis ojos abiertos llamó a otros, con un grito que parecía el silbido de una locomotora a punto de estallar. Esos otros entraron inmediatamente y demostraron miedo y repulsión al ver mi rostro. Alguien salió de la caballa, y algunos instantes después, trajo consigo una mascara de madera. Me la puso y curiosamente no supe oponerme; entonces fui tan horroroso como ellos. Me señalaron que no debía quitármela; no lo hice. Ensayé todos los dialectos indígenas que conocía pero ninguno funcionó. Cual fue mi sorpresa cuando, en un español poco fluido pero comprensible, uno de ellos dijo.

—solo vivo del padre aguas. Los Otros muertos.

Pregunté por mis compañeros pero su respuesta fue un gesto marcial y general. Todos posaron un segundo sus manos en el pecho.

—Están con nosotros

Aquella respuesta fue algo parecido a un susurro.

Creí aquel gesto emocional, producto del pesar por sus muertes. Me equivocaba. Los Mahuries creen que el estomago esta en el lugar del corazón.

No pude saber nada de su historia, pues no tenían escritura y su memoria no abarcaba demasiado. Me percaté de algo extravagante; sus ropas, sus cabañas, sus utensilios, estaban construidos con basura y estiércol de ciudad. Esta tribu tenía una fascinación increíble por todo lo metálico o plástico. El río seguramente descendía de algún centro urbano, pero ignoraba yo como un lugar así podía pasar desapercibido en la navegación. Indudablemente no tenia idea de donde estaba, pero reconocía al magdalena. Algunas chatarras provenientes de vehículos que no se porque razón terminaban en sus manos eran sus mayores tesoros. Las ropas envejecidas y manchadas que la gente arroja a la basura eran las joyas más apetecidas, exclusivas para las mujeres de los altos miembros de la comunidad. Se les veía andar entre las chozas y escondidijos con una mueca de altivez y superioridad mostrando su colección de desechos a los miembros de castas mas bajas. Solo los sabios y el cacique podían tener chatarras en sus cabañas, que sacaban los días de fiesta. A mayor cantidad de chatarras en la cabaña, mayor estatus social. Los otros, los desposeídos, se limitaban a esperar del río empaques, retazos y trozos de plástico que traía la corriente. Cuando algo bajaba con las aguas, el hombre que lo alcanzara primero era considerado afortunado, elegido de la divinidad. Los afortunados eran seres excepcionales en aquella extravagante sociedad de enmascarados. Las castas superiores eran reconocibles por que llevaban más basura colgada en el cuello o porque vestían ropa roída y mugrienta decorada con todo tipo de desechos plásticos. Ellos no tenían que esperar en el río; tenían derechos por ciertos lugares, y muchas piezas de latonería pasaban de generación en generación. Eran salvajes, violentos, demasiado misteriosos. Ocultaban sus rostros de la luz del sol. Creían en el río como en un dios. Lo llamaban Papa aguas.

Cuando me percaté de su profundo paganismo, decidí quedarme con ellos para enseñarles la palabra de dios. No tenía afán de volver a la ciudad; Supuse que me daban por muerto. Pasé, según mis cálculos, dos años entre sus gentes. Yo era una especie de Mesías por descender del río a salvo, me llamaban Frustk Guthuru (primer hombre)


Su Cacique era un hombre ciego de nacimiento, elegido por una deidad como dueño de todo lo que los demás alcanzaban a ver. Las razones por las cuales era destinado a gobernar eran muchas, pero la principal era simple; como ciego, era inútil para cualquier otra tarea. Desgraciadamente, debo decir que este cacique frustrado e incapaz, hacia cualquier cosa menos gobernar. Pasaba horas buscando la puerta de su casa y ni siquiera podía alimentarse solo. Creo que era idiota, pero esa seria una palabra generosa. Su habla era más deficiente que la de los demás, pero cuestionarlo a él era insultar a toda la comunidad. Cualquier juicio de esa índole era castigado con la muerte.


Cuando les hable de un dios de amor, un dios de perdón, se burlaron de mí. Amaban lo contrario, la guerra, la violencia, la matanza. Cuando les dije que estaban en pecado por adorar a un dios falso me pidieron que les mostrara mi deidad. Evidentemente no pude hacerlo. Entonces ellos, con los pies en el río, trataron de convertirme.

En las noches todos se quitaban las mascaras, y serraban los ojos. Algunos, alrededor de una fogata, bebían una pesada mezcla de alcohol y veneno. El resultado era un sonambulismo automático pero rígidamente organizado; girando en torno a la fogata, gritaban y bailaban frenéticamente, toda la noche. Había celebraciones especiales, dos veces al año, que reconocían por las posiciones lunares. Cada uno de los gritos y de los movimientos era considerado sagrado; equivocarse, omitir, o improvisar era causa de muerte. Su música consistía en un mecánico golpe de troncos e himnos que hablaban del poder del dios río y del todopoderoso cacique. Habían olvidado lo que significaba esa ceremonia pero no podían evitarla; eso lo supe al preguntarles sobre sus ritos. Los que por razones no identificables no asistían a esa monótona marcha se encerraban en su cabaña y lloraban toda la noche. Así la madrugada pasaba entre llantos, gritos y susurros desgarradores.

El cacique era un gran coleccionista de cráneos, y para los hombres de la tribu era un honor que su cabeza o la de un familiar descansara en la colección. Cuando los muertos naturales escaseaban, el cacique inventaba una guerra y mataban furtivamente a los viajeros o a los campesinos de los lugares cercanos. Abundaban entonces las calaveras, propias y extranjeras, secándose enfrente de su cabaña. eran para la tribu días felices.

Creo que había algo de nefasto y algo de contagioso en todos sus rituales. En mi intento de unirme a ellos y convertirlos, terminé convirtiéndome a su fe. Poco a poco adquirí sus costumbres, sus hábitos y me convertí en un consejero para casi todos los miembros. Una de mis estrategias para convertirlos al cristianismos fue la cita bíblica “yo soy el agua que da la vida eterna” pero en algún punto, empecé a pensar en cristo como en un río, para luego olvidar la palabra cristo, y quedarme solo con el magdalena. Cometí un crimen a la luz de la razón occidental, que sin embargo, me unió a ellos definitivamente. Trataré de describirlo sin que me devore el arrepentimiento y la culpa.

Uno de los mayores honores que tiene el mahurí es matar a un hombre y entregar la cabeza a su cacique. En esa ocasión, me obligaron a beber su licor. No hacerlo habría sido considerado como un insulto y habrían dispuesto de mi vida como la de un enemigo. Bebí. Confieso que me enloquecí y desde entonces actué como ellos. Realice la danza monótona alrededor del fuego, grité y cante sus alabanzas, luego, se me ofreció otro privilegio; matar a un hombre. Lo hice, cegado por el licor; confieso que no pude evitar una espantosa mueca de placer. Entregué la cabeza de mi victima y su mano derecha. Solo entonces me aceptaron como parte de ellos. Se me confió el nombre secreto de la tribu y el lugar de su nacimiento; la ciudad de cristal.

Toda duda sobre la existencia de ese lugar fabuloso, que en mi vida anterior pude haber tenido, fue abolida. Creí, simplemente creí. Partiríamos de aquel lugar al final del ciclo lunar. Durante la época de espera sucedieron muchas cosas que debo mencionar para que el final de esta historia sea comprendido a cabalidad.

Primero, encontré tres objetos que se consideraron inmediatamente invaluables; una lata de cerveza, una chaqueta plástica, y una muñeca de juguete. La lata era una chatarra, pequeña es verdad, pero más brillante que cualquiera de los objetos del Cacique. La chaqueta plástica me revestía de una solemnidad jamás imaginaba por ellos. La muñeca era un objeto mágico hecho del plástico más precioso que simulaba a la mujer. Dos voces sugirieron que yo podía convertirme en un nuevo cacique pues el papa Aguas me favorecía. La idea, confieso, no me molestó. Mi universo se había reducido drásticamente a ese fragmento de mundo y el poder no es despreciable para ningún hombre. Olvidé casi completamente el mundo que estaba afuera de la muralla de hojas y madera; nunca antes me había sentido tan feliz. Mis instintos primarios estaban desatados. La ambición devoró la poca cordura que debía quedar en mi cabeza. Tenia planeado matar al cacique una vez llegado el momento en la ciudad de cristal, y ahí mismo, ya que ese era un lugar sagrado, autoproclamarme nuevo jefe de la tribu

Llego el momento del año indicado y deje que me llevaran a la ciudad de cristal. Creo que ningún extremo de mi imaginación me preparó para lo que vería; en una de las montañas de la cordillera central, hay una cueva. Entramos ceremoniosamente, a plena luz del día. Una luz difusa, en el fondo, nos indicaba el camino. Era una puerta de metal. Al otro lado llovía (afuera de la cueva había un sol picante y un cielo carente de nubes) era evidentemente una ciudad, derruida y gris, con grandes edificios de ventanas rotas y manchadas. En ella había algunas iglesias; por alguna razón, no las reconocí. Los Mahuries caminaban mecánicamente y en silencio hacia lo que parecía ser el centro de la ciudad. Las nubes más oscuras y densas que he visto obstaculizaban el sol, pero algunos rayos blanquecinos se colaban generando penumbra. Cuadras hacia arriba, me percaté de que la lluvia me quemaba el rostro; el agua era corrosiva. El viento soplaba y levantaba una polución asfixiante y gris que parecía venir de todas partes. La ciudad estaba desierta. Por primera vez en mi vida de mahurí, tuve miedo.

En el centro de la ciudad había una descomunal maquina, que desprendía una tenue y nebulosa luz azul. La maquina tenia treinta y tres compartimentos (suficientes para los miembros de la tribu) cada uno de ellos tomo un lugar, yo, obviamente, me quede afuera. Una enorme tabla de casi ocho metros de largo soportaba una inscripción en varios idiomas. Al leerle comprendí lo que sucedía. Los Mahuri no eran una tribu, eran un cultivo de seres humanos. En algún punto del futuro los hombres habían terminado destruyéndose unos a otros y esta maquina tenia la función de preservar los últimos especimenes, mientras el planeta se descontaminaba. La historia volvería a comenzar, si el experimento no era interrumpido. Se podía viajar al pasado para alimentar y distraer a los especimenes, pero era imposible viajar al futuro. Para que el planeta se recuperara, eran necesarios mil años. No había agua ni alimentos en ningún rincón, y por eso, la maquina los enviaba a mi época. Los mahuris la adoraban como a una diosa, y su nombre era Madre plata. La razón por la cual recogían el plástico, la chatarra y la basura con tanta fascinación y devoción, radica en que estos son los materiales con los que su diosa esta construida.

Cual fue mi sorpresa al reconocer el lugar en donde la maquina reposaba; era la plaza de bolívar, en medio de la ciudad de bogota. A su derecha estaba un edificio derruido y quejumbroso que un día fue la alcaldía de la ciudad, enfrente, un edificio que solo vi hasta hace un par de años. A su izquierda algunas piedras de lo que fue la gran catedral privada. No tuve tiempo, a pesar de mi consternación, de echarme a llorar. Aquella imagen borró para siempre la idea de dios, del hombre, de la divinidad, ¿era este el resultado del Apocalipsis? No tuve tiempo siquiera de reaccionar, por que un par de maquinas, que salieron de la diosa de plata, me iluminaron con un intensa luz roja. Trataron de atraparme y yo traté de huir. Fue inútil. Me apresaron, me llevaron a la puerta de metal y de regreso en mi época, me arrojaron al río.

En el periódico puede leerse que un grupo de arqueólogos encontró el poblado de chozas que un día habité. No hay rastros de la tribu, pero en una de esas madrigueras, aquella que parece la casa del cacique, fue hallada una habitación con 600 cráneos humanos. Uno fue cortado por mis manos. Aun recuerdo la sangre, los gritos, la música de golpes, y el frenesí. Pero sobre todo, recuerdo aquella sensación de poder, que dios, en un breve momento, sabrá perdonar.

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