sábado, 20 de diciembre de 2008

Parminio, el administrador de sueños






A Laura Ruiz.



La oficina es amplia y está mal ventilada. Un olor permanente a plástico caliente y papel viejo inunda la atmósfera. La secretaria me observa, mientras parlotea por el teléfono, defendida por su enorme escritorio de caoba. Observo su rostro, y pienso que debe tener una acumulación de casi treinta años en cada una de sus arrugas. Son casi las dos de la tarde y mi reloj electrónico titila como si estuviese a punto de descomponerse. Una señorita, de cabello castaño y mirada traviesa, ojea una revista al otro lado de la oficina. De imagen parece no debe tener más de veintidós años. Tiene un bonito rostro, y sus movimientos son agraciados y elegantes. Detrás suyo, una enorme ventana amarilla por el polvo distorsiona la luz solar.

—Es una revista vieja—le digo, con ánimos de iniciar una conversación—los actores de la portada hace años se separaron. Ahí aparecen como comprometidos y el tipo, solo míralo; parece un niño. Hoy no le cabe una sola cana más en los escasos retazos peludos de su cabeza.

—Lo sé—dice ella, con una sonrisa—en las paginas centrales aparece Amparo Grisales como una revelación sex simbol en el país.

Sonreímos. Ella exhibe una bonita colección de dientes blancos y perfectos. Leemos la revista juntos, en voz alta, y sentimos esa sutil superioridad consecuencia de observar con ojos indiferentes la profunda irrelevancia del pasado.

—mira—señala una fotografía—este tipo se murió hace años.

—y esta vieja de aquí, ahora esta horrible

—En ese entonces ya era horrible—dice, con una irremediable vanidad

Veo sus manos, son blancas y pequeñas. Mis ojos se deslizan por el pequeño reloj de su muñeca. Son las tres de la tarde. Ella lo observa también, pero no parece darle importancia el tiempo. Una hora paso volando sintiéndonos lo suficientemente aburridos como para leer una revista de farándula. Por casualidad aparecen otros temas, un poco más cotidianos, que hacen amena la conversación.

—No puedo creer que no te guste el fútbol—dice, con una graciosa mueca de escepticismo.

—creo que carezco de espíritu deportivo.

Finjo algo de fortaleza flexionando mis brazos, con la esperanza de minimizar la estupenda condición de chico débil que poseo desde los diecisiete

— ¿y a que te dedicas? — pregunto con distracción

—Soy periodista, investigadora—responde, acomodándose pesadamente como quien sabe que esperara mucho tiempo—trabajo para un noticiero deportivo.

—yo estudie un par de semestres de comunicación social.

— ¿de veras? ¿Y por que desertaste?

—por que odio el fútbol y la política.

Ella sonríe, pero de manera inerte.

— ¿y tu a que te decías? — Me pregunta, con una sonrisa ambigua

—aun soy un estudiante universitario. Estudio literatura.

Sonríe, pero de manera decepcionada. Justo en ese instante, la secretaria pronuncia mi nombre.

— ¿aceptarías una invitación de mi parte? —le digo a mi nueva amiga, antes de ingresar a la oficina.

— ¿que clase de invitación?

—una muy inocente, que incluye un par de postres fríos y algo que me quite de la boca este horrible sabor a sudor centenario.

La secretaria me observa de reojo.

— por mi no hay problema, pero tendrás que esperarme. —Dice subiendo los pies a la mesa de la sala donde están las revistas viejas—pero no te preocupes, no tardaré nada.

— por mi no hay problema—respondo—eso me dará tiempo para terminar esa revista.

Ingreso a la oficina; el ambiente en un segundo se hace helado. Frente a mi está Parminio, el famoso administrador de sueños.

—siéntese, señor Corzo—me dice. Yo obedezco.

Sin saber porqué empiezo a sudar. Tengo miedo. El gigantesco ogro burócrata frente a mi ojea con unos lentes inmaculados mi archivo y escribe en él sus resoluciones. Arruga de vez en cuando la mirada, con tono de desprecio.

— ¿podría, señor Corzo, justificar su solicitud? —me dice, con su voz gruesa y arcaica.

Estoy perdido, lo sé, pero algo inteligente puedo decir. Mi cerebro se marchita.

—porque…—titubeo, y eso le desagrada—en realidad no soy bueno para ninguna otra cosa.

Lo dicho le fastidia, y lo expresa su mirada. Toma el sello rojo sobre su escritorio, y con una fuerza monstruosa, lo estampa en mi solicitud.

—lo siento pero debo denegar su solicitud—dice—que tenga una buena tarde y gracias por visitar la oficina gubernamental de los sueños.

Me entrega una especie de almanaque. Lo recibo y sin pensarlo lo hecho a mi bolsillo.

Él me entrega la carpeta. Está comprimida por la presión de su puño. Doy las gracias y trato de levantarme, pero mis fuerzas escasean cuando abandono la silla. Entonces comprendo que mi vida se ha ido a pique. Afuera esta mi nueva amiga, la secretaria la llama con tono informativo a pesar de que es la única persona en la sala de espera.

— ¡Laura R! ¡Preséntese por favor la señorita laura R!

Ella me observa con preocupación.

— ¿como te fue?

Mis ojos se hacen vidriosos. Ella comprende.


—No te preocupes—coloca su pequeña mano sobre mi hombro— algo haremos…

Sus palabras quedan rebotando dentro de mi cabeza, y siento en ellas un tono de burla. ¿Que puede hacerse? Cuando los japoneses son rechazados por el administrador de sueños optan por el suicidio. Esa opción, ahora, me parece una excelente alternativa.

Ella entra y cierra la puerta. El frío de la habitación sale en forma de un aliento fantasmal por el umbral. De pronto, escucho un disparo.

Luego otro.

Laura abre la puerta, empuñando un arma humeante aun. Tras ella esta el cuerpo sin vida del administrador de sueños. Apunta contra la secretaria y dispara. Se devuelve al escritorio y se lleva la carpeta que lleva su nombre y el sello azul. Yo estoy en la silla de espera, tan sorprendido que he sido incapaz de mover un músculo.

— ¡vamos! Ahora si puedo aceptar tu invitación—me dice, con su impecable sonrisa.

Tomamos el ascensor. Ella guarda su arma en el diminuto bolso deportivo que cuelga en su espalda. El sello es pesado.

—Cárgalo, ¿si?

Lo Hago. Llegamos a la portería y reclamamos nuestros documentos; el guardia actúa con indiferencia, cosa que no deja de impresionarme. Cruzamos la calle y entramos al café., veo como el cielo se rasga. Ahora llueve. Ella pide un enorme brawnie de chocolate y yo hago lo mismo. Saca su carpeta y con el enorme sello azul del administrador de sueños y le da el anhelado positivo a su deseo.

— ¿El tipo esta… muerto? — pregunto al fin, con la boca llena de chocolate.

—Casi—dice, con una cucharada de chocolate en la boca mayor a la mía— la verdad no puedes matar a un administrador de sueños. Son inmortales. Puedes engañarlos, convenciéndolos de que han muerto, pero algo fallará y entonces despertaran. Son tipos tan inclementes e insignificantes que ni siquiera pueden dormir. Por eso es injusto que seres inmortales e insomnes sean los que deciden quienes sueñan y quienes no, ¿no te parecen?

—creo que si—digo— ¿y la secretaria?

—también es inmortal. Escuché que en realidad es un ser del océano disfrazado de ser humano.

Sonrío, pero con amargura.

— ¿cual es tu sueño? — me pregunta al fin, con los labios manchados de arequipe y la cuchara revoloteando por un plato casi vacío.

—Ser escritor—digo, con timidez.

Ella sonríe primero, y luego arroja una carcajada escandalosa y casi adorable.

— ¡estas loco, amigo!

— ¿por querer ser escritor?

—por creer que el administrador de sueños podría ayudarte. Es imposible. A lo mucho podrías pedirle que te ganes una lotería y así poder publicar lo que se te antoje, o podrías incluso pedir una, no sé, ¿una pensión vitalicia? Así podrías dedicarte a escribir.

— no comprendo. —digo, observando el edificio que abandonamos.

—Es muy simple—ella toma el sello y me lo enseña— no puedes cambiar tu morfología, tu personalidad o tus características con esta cosa. Es un sello gubernamental; solo habla de dinero. Si deseas puedes ser presidente, pero si quieres tener talento con la madera, no te hará carpintero. Podría darte todos los árboles y todas las madererias del país pero no tendrías talento para la madera. Es algo un poco gracioso.

—Debe serlo—digo, sonriendo con amargura.

— ¿me haces un favor? Mira, toma el sello. Devuélveselo al guardia. —Dice, levantándose y tomando su chaqueta—yo debo irme. No te preocupes, él no te hará nada. Nadie te dirá nada. Te acompañaría un rato más pero tengo una agenda apretada. Ahora soy dueña de mi propio periódico. Yo pagaré la cuenta.

Saco de su cartera una bonita tarjeta que ya la acreditaba como directora.

—si quieres probarte como periodista me encantará tenerte como empleado.


Le doy las gracias. Ella sale de la cafetería y toma un taxi. El auto toma la avenida y desaparece en la distancia. Me quedo contemplando el sello durante algunos minutos. El edificio en frente sigue impecable y sombrío. Observo mi carpeta; a pesar de la fuerza del sello, solo la primera hoja ha sido marcada. Por un instante, la idea de ser millonario no me parece tan desagradable. Me quedo sentado, varios minutos, soñando con el sello azul en la mano. Pido otro brawnie para llevar. El cielo se oscurece y tomo un taxi, camino a la ciudad.



Autor; Oscar Corzo.

POemas...



Como si algo importara (poema)


No hay razones para levantarse

Cuando nada importa.

Ni siquiera cerrar la puerta;

Ni siquiera ahuyentar la soledad

Que anida en estas páginas.

Las horas entran en silencio,

Y luego huyen de hastío

Arrojándose por la ventana.

Un desastre camina por mi cuarto;

Vomitando escritos magullados

Y arrojando canciones horribles.

Que despellejan el aire.

Pero ya sabes; nada importa,

Y con el tiempo te acostumbras

A tantas cuestiones carentes de tacto.

Luego, incluso olvidas

esos fantasmas marchitos

Que arruinan los parpados

De las flores boreales.

Ni siquiera importa que mi vida se aleje

Y que desde la distancia me grite

Obscenas trivialidades.

Si al menos algo de veneno

Naciera de mis glándulas salivales…


Las ausencias serian llevaderas

Si algo diferente al silencio

Emergiera de mis labios.

Sonreiría cultivando fracasos.

Hablaría con el mundo imaginario

De mis incorruptibles alucinaciones.

Me mataría como lo hacen otros,

Con los ojos rojos

Y la frente en alto.

Escribiría religiones,

Tragedias ridículas

Y degollaría a los gobiernos.

¡Pero todo ahora parece tan ridículo!



Si algo (o alguien) importara

Todo (tal vez) seria diferente.




Cafeína.



Piensa en un mundo sin cafeína.

Piensa en los hombres condenados a arropar sus ojos

Cada vez que a Morfeo le venga la gana.

Piensa en los sueños indefensos, y en las actrices felices que no

Serán violadas.

Piensa en los amaneceres perdidos, en los obreros somnolientos

Y en los abuelos moribundos.

Piensa en la medianoche y en el olor amargo de la madrugada

Perdida

Piensa en los guardias dormidos y en los ladrones hambrientos.

En los policías fugitivos y en las emisoras empolvadas.

Que duro golpe para la literatura si no existiera la cafeína

Los vagos perderíamos esa sensación de dicha

Producto del sueño y del café caliente.

Perderíamos el insomnio;

Una parte indispensable de nuestra demencia colectiva

Perderíamos las ganas de ver el amanecer en la ventana.

Desde lugares diferentes y almohadas extranjeras.

Perderíamos la soledad y los sueños de la tarde.

Perderíamos la confusión de despertar cuando la noche se avecina

Perderíamos hasta la palidez

Y estaríamos condenados a servir

A un dios que desconoce la madrugada.

Estaríamos condenados a ser serviles en un sistema de soles inclementes

Jornales estrafalarios y agradecimientos frívolos.

Y ni eso tendríamos por que qué seria

De un buen trabajador sin su taza de vapor vespertino.

Olvidaríamos la luna y una tajada indecente de estrellas

Sonámbulas que nos observan morbosamente

Lo único razonable, amigo (si es que existes)

Es que no habría mundo sin café caliente.




(Este poema NO ha sido patrocinado por la federación nacional de cafeteros)


Autor; Oscar Mauricio Corzo.

De veras, clarisa. ( minicuento)

Clarisa, nena, yo te quiero, pero estoy cansado de que esperes algún prodigio mágico que me convierta en un príncipe azul. No creo que haga falta aclarártelo; jamás sucederá. Admito que durante mi vida he sufrido algunas transformaciones. Una vez fui renacuajo. Antes de eso fui un huevo. Los cambios de mi especie son bien conocidos y están debidamente registrados por nuestra Ciencia Medica. Que yo sepa, no hay pruebas científicas que confirmen que un sapo pueda convertirse en príncipe, ¿entiendes, Verdad? Y menos con un beso. Tontos humanos y sus tontos mitos. ¡Te insisto, no soy un príncipe! Además no tengo el más mínimo deseo de convertirme en parte de la realeza; soy un demócrata. Soy verde, no azul ¿sufres de algún raro daltonismo? Claro que no me disgusta que me beses, Clarisa, a pesar de tu feo aspecto besas muy bien, pero entiende. No quiero que te engañes. Si viviremos juntos lo haremos en un estanque, no en un palacio. No Tendrás carruaje, ni sirvientes. Tendrás que croar todos los días por tu sustento. Criaremos niños verdes y traviesos. De veras Clarisa, esto tiene que acabar. No soportaría llegar a viejo viendo ese brillo estupido en tus ojos, esa endeble espera de un milagro, luego de cada beso.

Autor Oscar Corzo.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Los Fugitivos



Aquella noche, unas manos fuertes golpearon la puerta de la Familia Sánchez. Eran las nueve de la noche según el enorme reloj inglés de la pared. No muy lejos de ahí, el pueblo de San jerónimo dormía bajo una de las tantas lluvias de abril. La dueña de la casa, Doña Isabel Perdomo de Sánchez, tardó en comprender que se trataba de su puerta y de su casa; cocer sentada como una vieja, en el centro de su sala, a la luz amarillenta y débil de una vela de parafina, la había adormecido. Una enorme carga en el vientre le impidió levantarse cuando lo deseó. ¿Cuanto tiempo faltará? Se preguntó a si misma, mientras una sonrisa que afloró en su rostro denunciaba el placer que le producía la espera. Pensó inmediatamente en llamar a su criada—en su estado de debilidad, tan solo podía pensar—pero recordó de inmediato que se había acostado temprano por orden suya. Al amanecer llegarían su tío Alfredo y su hermano Marcos. Ella, como de costumbre, los recibiría con algo revitalizante festín. Cordelia—así se llamaba la Criada—madrugaría a matar dos conejos y dos Gallinas, pero ante esa visita inesperada no había alternativa, tenia que llamarle, aunque no tuviese fuerzas para hacerlo. El mayordomo de la hacienda, un hombre viejo y algo cegatón de Nombre Julio, que era el responsable de la seguridad de esas dos mujeres solitarias, había salido para el pueblo vecino a comprar algunos cerdos para la llegada del patrón. El esposo de Isabel estaba en Neiva desde el principio de la semana; tardaría dos días más en llegar si lograba solucionar los problemas judiciales que lo habían llevado a la ciudad. Isabel, por lo tanto, estaba sola. Sin embargo no temía a nada. Solo ella conocía los mil y un eventos que la convirtieron en una mujer obligadamente fuerte; como todas las de su familia, y como todas las de su región. Además, se sentía segura. Nadie en el pueblo se metería con la esposa de alguien tan importante como su esposo.
—Isabel, ábreme, soy Marcos—dijo el visitante.
Antes de que él hubiese dicho su nombre, ella ya lo había reconocido. Pero Isabel no podía abrir la puerta. Estaba demasiado débil para siquiera pararse.
— ¡Cordelia! — Gritó Isabel— ¡ven y abre la puerta que mi hermano ha llegado!
Cordelia no respondió; quizás ni siquiera había escuchado. Cargada a sus diecinueve años con un sueño impenetrable, debido a la cantidad de trabajo que tenía que asumir en el día, Solo podía ser despertada a golpes, o al menos eso pensaban sus patrones. En una casa tradicional, de Arquitectura burguesa Colona, la habitación de la criada siempre esta retirada de la parte visible al exterior y particularmente cerca de la cocina; sabia (o quizás solo se resignaba a saber) que gritarle de nuevo seria inútil desde su ubicación. Por primera vez, desde la partida de su esposo, lamentó el hecho de que el no estuviera a su lado.
— ¿Marcos? , mijo, ¿como esta? que gusto saber de vos, pero, ¿por que llegas a esta hora?
— ¡tiene que ayudarme Mary, vienen los pajarracos! —Gritó desde afuera.
Isabel entonces palideció.
En medio de la lluvia, del ruido del viento pasando por los árboles y su respiración, Isabel escuchó disparos. Como la casa era de bareque, le resultaba difícil reconocer la dirección de donde provenían. La acústica era confusa, pero de algo estaba segura; no era demasiado lejos.
— ¡Cordelia, por amor a dios, habrá rápido! —Gritó Isabel a su criada.
Cordelia no respondía. Isabel, exhausta por su Estado, empezaba a impacientarse.
— ¿Marcos? — preguntó al visitante, extrañada de su silencio.
— ¿si? —respondió este, levantándose, según el ruido, del suelo.
— Estoy sola, y no puedo abrirte. Pero dale la vuelta a la casa, y te abriré por la puerta de la leña.
El afán de Marcos por llegar a la puerta la dejo confundida.
Su esposo había buscado una mujercita para que cuidara de su embarazo hasta que pasara la dieta, pero Cordelia, una niña salida dios sabe de donde, le había resultado completamente incompetente. Era complicado buscarle un reemplazo, por que poca gente, debido a la influencia de la diócesis en el pueblo, quería trabajar para liberales. E incluso, los que se ofrecían, tenían fines oscuros y se excedían abusivamente en sus atribuciones. En muchas ocasiones robaban algunas baratijas de la hacienda. En otras, los acusaban frente a la iglesia local a cambio de dinero. Los Cargos variaban de ateísmo a Liberalismo, que para la gente y para los Sacerdotes era lo mismo. El simple hecho de cuestionar un cura, si importar su rango, frente a un criado, podría resultar peligroso e inclusive mortal.
Caminó bordeando el jardín central en dirección a la cocina. Habían Ahí dos accesos que le serian útiles; por un lado la habitación de Cordelia, y por el otro, la puerta de la leña. Vio a través del umbral que su hermano ya la esperaba, y también vio al llegar que cordelia no había dejado nada listo para el día siguiente, así que tendría una razón más para despertarle a golpes. Pero otra cosa vio al entrar a la habitación de la Criada que la desconcertó terriblemente; Cordelia, esa niña desgraciada y desagradable, no estaba. No tuvo mas alternativa que dirigirse en silencio a la puerta, que para su suerte, se habría tan solo retirando un clavo.
Su hermano entró empapado, y herido en un brazo.
—escúchame detenidamente. Algo sucedió y tenemos que irnos.
Isabel estaba horrorizada. Pero antes de ser siquiera capaz de reaccionar, fue llevada por su hermano afuera de la casa. Ambos, de manera brusca, se escondieron en medio del monte que había camino al río. Isabel fue lo suficientemente inteligente como para guardar silencio. Vio, no sin amargura, como varios hombres entraban a su casa, armados y guiados por su antigua Criada. Incluso el miedo le impidió sentir odio hacia esa niña infame. Mientras huían, en silencio, escucharon los gritos de aquella chusma salvaje, escucharon a los muebles romperse y escucharon las órdenes del Hombre que guiaba aquella horda.
— ¡tráiganla viva, necesitamos interrogarla!
Pero antes de que pudiera voltearse a buscar un rostro, fue jalada por su hermano hacia el monte. Los campesinos guiados por el jinete se adentraron en el monte, en su dirección, y algunos dispararon contra la oscuridad. Su ropa, que no era otra cosa que un largo camisón pijama, estaba empapada. La debilidad de un pronto parto se había esfumado. El miedo que le producía la posibilidad de caer en desgracia era más fuerte que su amor de madre.
—Espera un instante— le dijo a su hermano— ¿hacia donde vamos?
— Necesitamos salir de aquí.
— Lo entiendo, pero ¿hacia donde?...

No pudo terminar la frase. Una bala por poco y le vuela la cabeza.


Ambos guardaron silencio, se agacharon con cuidado tras unos matorrales. Marcos tomó la mano de su hermana, y la condujo a través del monte. No paso mucho tiempo para que entendiera que no iban a ninguna parte, solo huían, y lo hacían sin rumbo fijo. La adrenalina dejo paso al miedo y al dolor; Estaba agotada, en su cintura había un dolor punzante que la desesperaba, como una aguja, como un desgarre. No había luna y aún llovía. El poco aire que lograba recoger no era suficiente porque su enorme barriga presionaba su espalda y aplastaba sus pulmones al agacharse. Pensó delicadamente. Estaba demasiado cansada para pedir explicaciones.
Huir de aquella forma le trajo muchos recuerdos de infancia, y en ellos era ella la que llevaba a su hermano, tan pequeño, tan frágil, tan inocente. Isabel en ese entonces no entendía muy bien la guerra, pero de algo estaba segura; era necesario huir. Había escuchado entre susurros los crímenes de los cazadores de liberales en las reuniones de sus padres. Lo había escuchado en la plaza de mercado, y con los niños en la escuela. En multitud de ocasiones le habían tapado la cara al pasar en un camino debido a los muertos arrojados y mutilados. Algo, repugnante y terrible, se había grabado en su memoria; el olor de la carne humana en putrefacción.
Ahora estaba ahí, a su lado. El pequeño marcos, la criatura inocente que antes defendía, ahora, herido por una bala, era quien la defendía a ella. Con una piel morena por el sol y unos profundos ojos cafés, respiraba difícilmente, pero se mostraba fuerte como un caballo. Fuerte, si, algo idiota, inocente por omisión y valiente como un soldado. El hombrecito, su hombrecito, el que siempre, sin importar las circunstancias, la haría sentir orgullosa. Con él a pesar de todo se sentía segura. Sabia que él la defendería del mismo modo que ella lo hizo en su infancia.
Caminaron toda la noche, dando círculos, temeroso de salir a una carretera. Los pajarracos estaban buscándolos. En las carreteras se escuchaban caballos e ignoraban si eran amigos o enemigos.
—mataron al Tío Alfredo—dijo Marcos, con las manos en las rodillas, tratando de respirar.
Isabel sintió que sus piernas temblaban.
— ¿Cómo paso?
— Veníamos para acá con algo de anticipación, y un grupo nos salió en la carretera. Eran militares, y nos pidieron los papeles. El tío se los mostró, y ellos lo llevaron a donde su comandante. Cuando escuchamos el tiro y lo vimos caer, nosotros disparamos también. Los demás murieron; solo yo sobreviví.
— ¿Pero estaba muerto?
—no lo se; Quizás lo esté. Como te digo solo lo vi caer.
Isabel quería, con todas sus fuerzas, llorar un poco. Lo habría hecho en otras circunstancias, pero ahora no se permitiría desfallecer. “fortaleza” se dijo, pero no pudo convencerse de ello como lo deseaba. Se arrojó a los brazos de su hermano. Lo abrazo por un largo rato, pero no logró llorar. Pensó en que jamás vería de nuevo a su tío favorito, el que siempre la había tratado tan dulcemente, incluso ahora, casada y casi madre.
—Vámonos—dijo al oído de su hermano. — casi amanece.
— ¿A donde? — preguntó este.
— Tranquilo, yo tengo una comadre por aquí cerca.
El amanecer fue benigno y mostró un Sendero conocido, que era casi camino de herradura, demasiado inclinado para que los soldados de la diócesis se decidieran tomar a caballo. La niebla los disfrazaba, y en la distancia, aquel camisón sucio y húmedo ya, parecía solo una alucinación etérea. Hacia frío. Con la tranquilidad vino el sueño que debilitó su estado de alerta. Pensó en su esposo, en su tío, en su lastimado hijo; quizás todos estaban ya muertos. Los árboles empezaron a danzar al ritmo del viento, y el susurro de las hojas, cada vez más fuerte, la adormecían con mayor intensidad.
En la distancia, arriba, junto al camino, vio la Casa de doña carmen. Sintió una alegría indefinible; la idea de secarse, de acariciar tranquilamente su estomago, de apoderarse de una cama y de ropa limpia, de remediar su hambre; no pudo evitar sonreír. Aquella sonrisa desapareció cuando vio el rostro de su hermano, cada vez más débil y pálido.
—No te preocupes; estamos a punto de llegar—murmuró
Con sorpresa, se percató de que la casa estaba en silencio. Marcos rompió el vidrio de la puerta y forzó la cerradura. La sala estaba vacía y casi desierta. Un Escalofrió helo la espalda de Isabel, quiso marcharse, pero se contuvo; escuchó un canto. Venia de la cocina y era la voz de su amiga Carmen, cantaba como lo hacen las mujeres de la región al preparar una sopa de papas, cantaba de manera triste, pero indudablemente era ella. Quizás los pajarracos habían atacado aquí primero. Ansiosa, busco la cocina.
Carmen estaba cortando una carne, y murmuraba una canción. Danzaba al ritmo lúgubre de su voz, y estaba de espaldas, trabajando delicadamente sobre la tabla de picar. Un chal cubría su cabeza, y su ropa estaba algo sucia. A pesar de los llamados de Isabel, no respondió. Marcos se había quedado sentado en la sala, en un viejo sillón. La cocina olía a sancocho y a carne fresca, y por un segundo fugaz, Isabel sintió un escalofrió. Quiso, de nuevo, huir, pero se animo a tocar el hombro de su amiga.
Carmen volteó al contacto, y dejo ver su rostro, mutilado y despedazado, victima de la violencia más inimaginable. Sus ojos habían sido arrancados, y numerosas cortaduras y llagas cruzaban su piel. Pese a ello, debajo de su carne y de su amputación, continuaba cantando con tranquilidad. Su voz, salida de unos labios despedazados y sangrantes, se hizo aterradora. Parecía insensible al horror de Isabel. Un solo segundo estuvo frente a ella, y luego volteó su cuerpo, continuó su trabajo sobre la tabla de picar y siguió cantando, tan tranquilamente como antes.
Al ver aquel rostro, Isabel comprendió que tenia enfrente a la mismísima muerte. Había huido de los pajarracos con éxito, pero no había conseguido librarse de aquella visión. Cansada, incapaz de dar un paso más para huir, vio como su camisón, en el área de su entrepierna, se teñía de rojo. Embriagada de resignación, liberó su cuerpo, y al ritmo del canto lúgubre de Su amiga Carmen, se dejó dormir.

Autor; Oscar Corzo.