A Laura Ruiz.
La oficina es amplia y está mal ventilada. Un olor permanente a plástico caliente y papel viejo inunda la atmósfera. La secretaria me observa, mientras parlotea por el teléfono, defendida por su enorme escritorio de caoba. Observo su rostro, y pienso que debe tener una acumulación de casi treinta años en cada una de sus arrugas. Son casi las dos de la tarde y mi reloj electrónico titila como si estuviese a punto de descomponerse. Una señorita, de cabello castaño y mirada traviesa, ojea una revista al otro lado de la oficina. De imagen parece no debe tener más de veintidós años. Tiene un bonito rostro, y sus movimientos son agraciados y elegantes. Detrás suyo, una enorme ventana amarilla por el polvo distorsiona la luz solar.
—Es una revista vieja—le digo, con ánimos de iniciar una conversación—los actores de la portada hace años se separaron. Ahí aparecen como comprometidos y el tipo, solo míralo; parece un niño. Hoy no le cabe una sola cana más en los escasos retazos peludos de su cabeza.
—Lo sé—dice ella, con una sonrisa—en las paginas centrales aparece Amparo Grisales como una revelación sex simbol en el país.
Sonreímos. Ella exhibe una bonita colección de dientes blancos y perfectos. Leemos la revista juntos, en voz alta, y sentimos esa sutil superioridad consecuencia de observar con ojos indiferentes la profunda irrelevancia del pasado.
—mira—señala una fotografía—este tipo se murió hace años.
—y esta vieja de aquí, ahora esta horrible
—En ese entonces ya era horrible—dice, con una irremediable vanidad
Veo sus manos, son blancas y pequeñas. Mis ojos se deslizan por el pequeño reloj de su muñeca. Son las tres de la tarde. Ella lo observa también, pero no parece darle importancia el tiempo. Una hora paso volando sintiéndonos lo suficientemente aburridos como para leer una revista de farándula. Por casualidad aparecen otros temas, un poco más cotidianos, que hacen amena la conversación.
—No puedo creer que no te guste el fútbol—dice, con una graciosa mueca de escepticismo.
—creo que carezco de espíritu deportivo.
Finjo algo de fortaleza flexionando mis brazos, con la esperanza de minimizar la estupenda condición de chico débil que poseo desde los diecisiete
— ¿y a que te dedicas? — pregunto con distracción
—Soy periodista, investigadora—responde, acomodándose pesadamente como quien sabe que esperara mucho tiempo—trabajo para un noticiero deportivo.
—yo estudie un par de semestres de comunicación social.
— ¿de veras? ¿Y por que desertaste?
—por que odio el fútbol y la política.
Ella sonríe, pero de manera inerte.
— ¿y tu a que te decías? — Me pregunta, con una sonrisa ambigua
—aun soy un estudiante universitario. Estudio literatura.
Sonríe, pero de manera decepcionada. Justo en ese instante, la secretaria pronuncia mi nombre.
— ¿aceptarías una invitación de mi parte? —le digo a mi nueva amiga, antes de ingresar a la oficina.
— ¿que clase de invitación?
—una muy inocente, que incluye un par de postres fríos y algo que me quite de la boca este horrible sabor a sudor centenario.
La secretaria me observa de reojo.
— por mi no hay problema, pero tendrás que esperarme. —Dice subiendo los pies a la mesa de la sala donde están las revistas viejas—pero no te preocupes, no tardaré nada.
— por mi no hay problema—respondo—eso me dará tiempo para terminar esa revista.
Ingreso a la oficina; el ambiente en un segundo se hace helado. Frente a mi está Parminio, el famoso administrador de sueños.
—siéntese, señor Corzo—me dice. Yo obedezco.
Sin saber porqué empiezo a sudar. Tengo miedo. El gigantesco ogro burócrata frente a mi ojea con unos lentes inmaculados mi archivo y escribe en él sus resoluciones. Arruga de vez en cuando la mirada, con tono de desprecio.
— ¿podría, señor Corzo, justificar su solicitud? —me dice, con su voz gruesa y arcaica.
Estoy perdido, lo sé, pero algo inteligente puedo decir. Mi cerebro se marchita.
—porque…—titubeo, y eso le desagrada—en realidad no soy bueno para ninguna otra cosa.
Lo dicho le fastidia, y lo expresa su mirada. Toma el sello rojo sobre su escritorio, y con una fuerza monstruosa, lo estampa en mi solicitud.
—lo siento pero debo denegar su solicitud—dice—que tenga una buena tarde y gracias por visitar la oficina gubernamental de los sueños.
Me entrega una especie de almanaque. Lo recibo y sin pensarlo lo hecho a mi bolsillo.
Él me entrega la carpeta. Está comprimida por la presión de su puño. Doy las gracias y trato de levantarme, pero mis fuerzas escasean cuando abandono la silla. Entonces comprendo que mi vida se ha ido a pique. Afuera esta mi nueva amiga, la secretaria la llama con tono informativo a pesar de que es la única persona en la sala de espera.
— ¡Laura R! ¡Preséntese por favor la señorita laura R!
Ella me observa con preocupación.
— ¿como te fue?
Mis ojos se hacen vidriosos. Ella comprende.
—No te preocupes—coloca su pequeña mano sobre mi hombro— algo haremos…
Sus palabras quedan rebotando dentro de mi cabeza, y siento en ellas un tono de burla. ¿Que puede hacerse? Cuando los japoneses son rechazados por el administrador de sueños optan por el suicidio. Esa opción, ahora, me parece una excelente alternativa.
Ella entra y cierra la puerta. El frío de la habitación sale en forma de un aliento fantasmal por el umbral. De pronto, escucho un disparo.
Luego otro.
Laura abre la puerta, empuñando un arma humeante aun. Tras ella esta el cuerpo sin vida del administrador de sueños. Apunta contra la secretaria y dispara. Se devuelve al escritorio y se lleva la carpeta que lleva su nombre y el sello azul. Yo estoy en la silla de espera, tan sorprendido que he sido incapaz de mover un músculo.
— ¡vamos! Ahora si puedo aceptar tu invitación—me dice, con su impecable sonrisa.
Tomamos el ascensor. Ella guarda su arma en el diminuto bolso deportivo que cuelga en su espalda. El sello es pesado.
—Cárgalo, ¿si?
Lo Hago. Llegamos a la portería y reclamamos nuestros documentos; el guardia actúa con indiferencia, cosa que no deja de impresionarme. Cruzamos la calle y entramos al café., veo como el cielo se rasga. Ahora llueve. Ella pide un enorme brawnie de chocolate y yo hago lo mismo. Saca su carpeta y con el enorme sello azul del administrador de sueños y le da el anhelado positivo a su deseo.
— ¿El tipo esta… muerto? — pregunto al fin, con la boca llena de chocolate.
—Casi—dice, con una cucharada de chocolate en la boca mayor a la mía— la verdad no puedes matar a un administrador de sueños. Son inmortales. Puedes engañarlos, convenciéndolos de que han muerto, pero algo fallará y entonces despertaran. Son tipos tan inclementes e insignificantes que ni siquiera pueden dormir. Por eso es injusto que seres inmortales e insomnes sean los que deciden quienes sueñan y quienes no, ¿no te parecen?
—creo que si—digo— ¿y la secretaria?
—también es inmortal. Escuché que en realidad es un ser del océano disfrazado de ser humano.
Sonrío, pero con amargura.
— ¿cual es tu sueño? — me pregunta al fin, con los labios manchados de arequipe y la cuchara revoloteando por un plato casi vacío.
—Ser escritor—digo, con timidez.
Ella sonríe primero, y luego arroja una carcajada escandalosa y casi adorable.
— ¡estas loco, amigo!
— ¿por querer ser escritor?
—por creer que el administrador de sueños podría ayudarte. Es imposible. A lo mucho podrías pedirle que te ganes una lotería y así poder publicar lo que se te antoje, o podrías incluso pedir una, no sé, ¿una pensión vitalicia? Así podrías dedicarte a escribir.
— no comprendo. —digo, observando el edificio que abandonamos.
—Es muy simple—ella toma el sello y me lo enseña— no puedes cambiar tu morfología, tu personalidad o tus características con esta cosa. Es un sello gubernamental; solo habla de dinero. Si deseas puedes ser presidente, pero si quieres tener talento con la madera, no te hará carpintero. Podría darte todos los árboles y todas las madererias del país pero no tendrías talento para la madera. Es algo un poco gracioso.
—Debe serlo—digo, sonriendo con amargura.
— ¿me haces un favor? Mira, toma el sello. Devuélveselo al guardia. —Dice, levantándose y tomando su chaqueta—yo debo irme. No te preocupes, él no te hará nada. Nadie te dirá nada. Te acompañaría un rato más pero tengo una agenda apretada. Ahora soy dueña de mi propio periódico. Yo pagaré la cuenta.
Saco de su cartera una bonita tarjeta que ya la acreditaba como directora.
—si quieres probarte como periodista me encantará tenerte como empleado.
Le doy las gracias. Ella sale de la cafetería y toma un taxi. El auto toma la avenida y desaparece en la distancia. Me quedo contemplando el sello durante algunos minutos. El edificio en frente sigue impecable y sombrío. Observo mi carpeta; a pesar de la fuerza del sello, solo la primera hoja ha sido marcada. Por un instante, la idea de ser millonario no me parece tan desagradable. Me quedo sentado, varios minutos, soñando con el sello azul en la mano. Pido otro brawnie para llevar. El cielo se oscurece y tomo un taxi, camino a la ciudad.
Autor; Oscar Corzo.
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