Tres días llevaba caminando el desertor, cuando se encontró parado frente a la carretera principal de su viejo municipio. Reconoció los ligeros cambios que la distancia y la ausencia habían guardado para él; notó el color brillante de las campanas de la iglesia y el color púrpura de los altares, lo estremeció la notable grandeza de los árboles que conoció vástagos no más altos que un arbusto, y lo entristeció las cicatrices de la edad y la desolación en los rostros conocidos. “el tiempo ha pasado” pensó con tristeza, mientras saboreaba en su lengua la amargura de lo irremediable. Camino desorientado durante algunas horas, como si olvidase la dirección de su propia casa. Una sobredosis de emociones y sensaciones agobiaron su cabeza robándole lágrimas ocasionales que expulsó de sus mejillas con orgullo militar. Recordó a su madre, a su familia, a su novia y a sus amigos. Recordó la ocasión en la que lo arrojaron a la fuerza en un camión de forraje oscuro, destino a la guarnición más cercana que nunca antes había visitado y que en el peor de los momentos nunca creyó poder abandonar. Fue un sábado de octubre, mientras mercaba con su hermana menor. Como criminal, y advertido por la regularidad de los reclutamientos, trató de escabullirse entre la multitud, mientras era perseguido por dos oficiales armados. Fallidamente suplicó la ayuda del párroco del pueblo, quien lo arrojó a la calle justo cuando los soldados, fastidiados por la persecución, decidían retirarse
— ¡Hay que defender la patria!—sentenció el sacerdote, al tiempo que lo despedía bendiciendo su rostro desgraciado con la mano derecha. Aquella frase le resultó surrealista y ajena, y se repitió en su cabeza miles de veces mientras los soldados lo llevaban a la fuerza al camión de los recién reclutados.
Reconoció a otros adolescentes asustados y desolados como él. Notó rápidamente la pesadez y el pesimismo en las miradas, y así comprendió lo irremediable de su destino; creyó, durante algún instante, que nunca regresaría. Tal vez esa prematura sentencia era lo que mas pesaba sobre sus ojos impresionados e incrédulos. Durante un segundo, supuso que había muerto, y que solo vivía una alucinación incomprensible. Fue la misma sensación que sintió el primer día de cautiverio militar; la irrealidad le poseía. Los hombres le hablaron insultándole y humillándole en vano; todas las imágenes parecían interpuestas contra sus ojos, como pertenecientes a otra vida. Se burlo sarcásticamente de su propia suerte. Estuvo encerrado durante más de dos semanas en el calabozo pues creían su locura una falacia. Aquel tiempo le sirvió para reflexionar. La historia lo oprimía. No comprendía nada. La guerra había convertido la cotidianidad colectiva en un reguero de situaciones sin significado, y su cerebro no podía organizar los acontecimientos. Solo quería devolverse a casa, y aislarse de los discursos desgastados que lo exigían comportarse como un héroe. El día anterior había discutido con su madre, por algún dilema casero. Dos semanas atrás había comprado una bicicleta nueva, que se había hecho de otro sin que él la usase lo suficiente. Ahora yace preso, bajo el cargo de locura, pero las amonestaciones, las humillaciones y el frío lo embriagaron de resignación. Fue incapaz de resignarse sin alimentar su espíritu con la esperanza de la fuga. Durante meses, no tuvo otra cosa en la cabeza. No bastó su silencio, o su obediencia para que los militares al mando confiaran en su cordura; para prevenir lapsos de demencia, se cuidaron de entregarle un arma, y lo arrojaron a los servicios de manutención. Pero el frente principal fue victima de un asalto mortal, y pocos sobrevivieron. La carnicería avanzaba y pronto, hombres con él tuvieron que verse en la primera línea de asalto. Bajo el escenario del fuego y de la muerte, del mismo modo el desertor rechazo la realidad de su situación, refugiándose en un obediente mecanicismo que no duró demasiado. Dicen que perdió la razón justo cuando escuchó de nuevo el estruendo del fusil. Su reacción fue confusa e inexplicable; lejos de huir, atacó sin ningún tipo de temor o reserva por su vida. Se arrojó al fuego enemigo como un desequilibrado y luego de asesinar a varios hombres cayó herido, llorando en silencio, hasta desmayarse en medio de otros muertos. Unos enfermeros lo rescataron de la fiebre, y ya resguardado y curado, escapó sin rumbo fijo durante la noche. Un camión de comestibles lo arrastró hasta su pueblo natal. Durante el viaje se juró a si mismo estar atento, pero innumerables veces se quedó dormido.
Ahora ha regresado, y solo hasta que ve la silueta de los tejados y escucha el ladrido de los perros siente que su alma toca la tranquilidad. Siente vértigo por esa sensación de abandono, en donde la realidad por fin le es cercana y definible. Sus pies caminan autómatas hacia su casa. Los ancianos le saludan con la simpatía de antaño; de no ser por sus rostros un poco más desgastados y rendidos, supondría que el tiempo no ha pasado. El barrio que lo vio crecer se erguía frente a él, con las carreteras destrozadas y sin pavimento, las casas en ladrillo y sus tejados metálicos y ruidosos. Al fondo una cancha que fútbol que permanece vacía desde el principio mismo de la guerra. Un silencio anormal e insoportable que lo devora todo. El silencio de la ausencia y de la muerte. Esta es la imagen que su imaginación reprodujo cuando le hablaron de patria.
Al fondo, estaba su casa, casi idéntica a lo que se guardaba en sus recuerdos. La observó todo el camino tratando de limitar las lágrimas, tratando de guardarlas para el esperado encuentro con su madre.
Se paró frente a la puerta y levantó la mano dispuesto a golpear. La emoción lo consume, pero decide aceptar que las lagrimas corran libremente; respira, y alarga la mirada a su alrededor. Algunas personas le observan con curiosidad. Todas, ancianas o demasiado infantes, le observan como a una figura extraña que la falta de costumbre hace sorpresiva. Ser observado no le importa, por que en aquellas paredes fue un niño, y nada interrumpió su libertad hasta entonces. Ninguna circunstancia, durante su larga estancia aquí se interpuso entre él y su cariño, entre su madre el amor, el resentimiento o la alegría. Ya incapaz de soportar su opresión, grita y golpea, ambas cosas con la misma fuerza. La imagen de una madre apesumbrada y llorosa lo lastima. Quizás muerta. Quizás enferma o convaleciente. Llora. Sus lágrimas se hacen más abundantes a la vez que comprende lo inútiles que son sus llamados.
Nadie abre. En vano grita una y otra vez, en vano golpea la muerta de metal, que se balancea con el peso de sus manos y su angustia. La casa de su niñez esta vacía. El barrio y la familia, que un día fueron suyos, hoy ya no le pertenecen.
por : Oscar Corzo
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