miércoles, 22 de septiembre de 2010

Deadhouse.




Esta es mi nueva casa—te aclaré—aquí podrás encontrarme cuando me necesites.

Aunque sé que eso no sucede muy a menudo. Solo deseaba mostrártela. Tenias que ver  por ti misma esta fachada antigua, clásica, pintada de un rosado similar al de tu habitación, con las paredes débiles y manchadas, tan repletas de historia que parecen a punto de colapsar. Allí, frente al transeúnte, esa ventana a la calle, donde momentáneamente distraigo mi aburrimiento. Siempre hay un abismo infinito hasta la acera, los días lluviosos, y aun explícitamente, los días en los que sobre mis hombros pesan montones de fotocopias. Aquí las noches son obsesivamente silenciosas. Este es mi nuevo hogar. Reconozco que aunque la primera vez que lo visité tuve una impresión desagradable, hoy me siento mucho mas tranquilo. Estaba tan ansioso de encontrar un lugar estable, tan ansioso de salir de mi infierno anterior, que tomé la primera opción; fue algo parecido a lo que hiciste tú cuando te enredaste conmigo. Angustia convertida en acción, nada más. Me comprometí a hacerle aseo una vez al mes, y hoy era mi día. Sabes perfectamente que lo que salva a estas casas antiguas de la destrucción es el mantenimiento, así que el aseo es algo fundamental, cuidadoso, estructurado. Las manchas abundan, sobre todo en los rincones. Algunos trozos de pared merecen algo de pintura. Mi casera es una señora bastante particular; ya la conocerás. Es una vieja solterona, nada fea, que me puso como condición no traer mi novia aquí. Cualquier sexualidad esta prohibida en la casa. Hasta ella misma, cuando camina por el patio, tiene la mirada baja, para no ver la ropa interior masculina. En sus ojos hay una obsoleta necesidad de lo sagrado, una desquiciante aversión por lo corporal. ¿Vieja amargada? tal vez, pero te tengo una mejor explicación;  es cristiana, creyente hasta la medula, de mentalidad obsoleta y llena de culpa. Pese a lo que podrías imaginar, no es una mojigata, tan solo es una hipócrita. Una  triste y tonta hipócrita enamorada, que al cabo viene siendo lo mismo. Eso lo comprendí ayer. Pero te seguiré hablando de la casa. Las paredes son profundas e infranqueables para todo excepto para dos cosas: el placer y los pasos.  ¡La fachada parece tan natural los días nublados, y tan forzada los días de sol! Entras y sientes el perfume de una infancia desvalida, cuando pasas el zaguán, y sientes en la tonalidad antigua de la baldosa y la pintura que algo allí quedó inmóvil. Lo primero que encuentras es a un señor autista, de unos cuarenta años, sentado en el patio, jugando con un perro. Te encantaría. Es alto, rubio, y tiene unos increíbles ojos azules. Observa siempre con una infantil meloseria, pero su expresión suele cambiar muy rápidamente a una implacable violencia. Entonces se trasforma, de un enorme niño grande a un monstruo del odio. Su madre y su hermana suelen tratarlo con rudeza muy seguido, y por eso, he visto aquella trasformación con una preocupante constancia. Comprendo en él el odio de un asesino accidental, y eso me encanta. Para colmo, hace pesas, con un equipo muy rudimentario que seguramente el mismo construyó. Su hermana es mi casera. Una señora pálida, de ojos azules, pelo negro, estatura baja, rezandera, rezandera, enmendada a dios con una constancia insoportable. Se atrevió a invitarme a uno de sus cultos, ¿puedes creerlo? Pero ayer, en la noche, como en una concesión, la vi entrar a la madrugada, acompañada de un hombre. Un hombre alto, atractivo, de ropa elegante. Su amante. Por un instante, pensaron en subir al segundo piso, seguramente buscando una habitación, pero se contuvieron; las escaleras de madera hacen mucho ruido, sobre todo a esta hora.  Era perceptible su ansiedad, y sobre todo, el temor a que la luz desvelara sus deseos. Él empezó a besarle el cuello, y ella lo rechazó de mala gana. Vi su rostro, ¡era tan contradictorio! Porque había una electricidad  absorbente que se apoderaba de su cuerpo,  que añoraba, que poseía, que la hacia tan débil, y sin embargo, estaba también su prejuicio, su sensación de pecado, que la excitaba y la entristecía.  (Y yo, en el baño, con la puerta entreabierta como un buen boyeurista, examinaba, la estudiaba, como quien esta a punto de descubrir algo importante) allí estaba ella, tocando a su amante como quien se va a quemar, como quien no soporta lo que siente, como quien va a explotar. Su pasión era típicamente triste. A él le correspondía dominarlo todo, y así lo hizo. Hablándole al cuello, desató sobre su oído un montón inquietante de palabras, de formas, palabras que erizaron cada centímetro de su piel, que la hicieron perder el control. Casi pude ver sus piernas tambalear, y tal vez, por ello, se aferró a él como si estuviese a punto de caer, como si fuese a hundirse en un abismo asfixiante. Se adentraron en la habitación vacía junto a la mía, y cerraron la puerta, colocando todos los seguros posibles. No me fue necesario ver nada, lo escuché todo, con una gangosa y fluida nitidez. Pero lo que llamó mi atención no fue su placer, si no la casa misma. Cuando ella gemía, la casa entera gemía, y por un instante, sentí que todo mi cuarto, todo a mí alrededor, se estremecía y respiraba agitadamente. Y un vaivén agitaba el suelo bajo los pies de mi cama, y el aliento calido de una boca erizaba la pintura, y por un instante, el aire típicamente frío se hizo pesado, húmedo. Y la casa seguía, estremeciéndose, agitándose, al límite, a punto de colapsar, añorando esa muerte sobre sus cimientos, a tal punto que la creí a punto de derrumbarse. Te recordé en ese instante. Recordé el asfixiante calor de tus gemidos en mi oído, tu rostro curvado, tus muecas. Entonces reí. Arrojé al aire una enorme y escandalosa risotada, por que recordé la expresión de tu rostro, y al imaginarla en la devota seriedad de mi casera, no pude evitar la sensación de enfrentarme a una caricatura ridícula de la santidad… Ignoro porqué reí con tanto desprecio, con tan malintencionado volumen. No sé si actué por envidia o por miedo; en algún instante sentí que saldría despedido por la ventana una vez llegara el orgasmo. Interrumpí. El silencio luego de mi risa fue absoluto en ellos. Creo que los sentí temblar, y la casa tembló también. Sentí la pared y el suelo erizados, al límite, respirando con rencor hacia mí, sudorosos y enrojecidos, endurecidos una vez más por el frío, por la culpa, por la endemoniada sensación de un deseo maltrecho, entrecortado. El aire se hizo seco, pero el silencio tardó más en llegar, mi propia respiración lo entrecortaba, y cuando llegó se hizo absoluto. No volví a escuchar a los amantes hasta quedarme dormido. Sentí lastima por ellos, pero lo siento; algo en todo aquello me parecía ridículo, jocosamente triste. Tengo la certeza de que estaban arrinconados, desnudos aun, aterrados, avergonzados de su propia sed de placer, de su propia necesidad de culpa y miedo.

Al día siguiente la Casera tenía el rostro marchito. Reaccionaba con violencia frecuentemente. Conocí al hombre porque almorzó con ellos, en el piso de arriba. Supe entonces que era el pastor de su comunidad. Es un individuo bastante fuerte y atractivo. Ninguno de los dos hizo mención alguna del hecho, y frente a la madre de mi casera, y frente al hermano autista, se trataban con una respetuosa y fría distancia. Noté un brillo particular en ella cuando él se acercaba, cuando le hablaba, un rezago de su temblorosa ansiedad, de su deseo. En él nada era perceptible. Hacia alarde de su inescrupulosa hipocresía.

Me invitaron a almorzar, al principio, por vergüenza, rechacé la invitación, pero frente a la insistencia, accedí.

Me concedieron la silla frente a la  madre de mi casera. La mesa era precedida por el señor pastor. Oró con voz aguda, melodramática y artificial.  Su gesto de solemnidad me resultó repugnante.

— ¿escucharon al loco anoche? —Pregunté, con la más puritana sinceridad—como se reía, ¡era horrible! Creo que golpeó la casa.

—Si—contestó la madre de mi Casera—yo también lo oí—guardo un silencio crudo, y dirigió una mirada envenenada a su hija— lo oí todo.

El autista asintió ¿también escuchó todo? ¿No era ridículo todo aquello? Ella desfalleció, se enrojeció, y huyó a la cocina. En él nada fue perceptible. Siguió hablando del pecado, de la decrepitud de ese borracho con tanta pasión, con tanta artificialidad, que me resultó roñoso. La señora, la madre de la casera, lo observó asintiendo, esperando en él algún gesto de sinceridad, observándolo con escepticismo. Cruzamos una tímida mirada de complicidad. Él parecía dispuesto a morir por sus mentiras.

Sentí lastima por ella. Repugnancia por él. Huí a mi habitación. Me embriagó algo de culpa.  Afortunadamente, la culpa desapareció pronto.




No hay comentarios: