viernes, 3 de diciembre de 2010

cuento


El Asir Inca II

En el sueño vio al hombre-dios shakal, señalando la tumba de su padre.

El hombre-dios shakal sostenía una flor blanca entre sus dedos, que fue desarmaba con el viento.  Ella, maravillada por la pureza de aquella flor, corrió tras el viento, buscando los pétalos perdidos. Pero cuando por fin tuvo todos los pétalos entre sus manos, el sueño cambió su tonalidad inocente.  De la nada ocurría un milagro. Ella entonces se arrojaba al suelo, maravillada y atemorizada.

De la flor emergía un hombre fragmentado, que iluminaba todo a su alrededor.

Era su esposo. Tupac Amaru II

Había regresado a la vida. Y al haber regresado del mundo de los ancestros, por derecho  propio, era inmortal. Liberado de la muerte liberaría al imperio inca. Retomaría el trono y expulsaría a los españoles.

 Y ella regiría a su lado. Las lágrimas inundaban sus ojos. Todos los indígenas del Perú recuperarían la libertad, la tranquilidad. Sin embargo, la felicidad duraba poco. Apenas y trataba de tocarlo, estirando sus dedos hasta sus manos o su rostro, este se desquebrajaba, como un cristal roto, pegado con negligencia.

 Solo entonces despertaba. Gritando. Asustada. Veía la mitad de su cama vacía y buscaba a sus hijos, los estrechaba contra su pecho, y lloraba en secreto.

Por eso no se sorprendió cuando los españoles llegaron a arrestarla. Imaginaba que aquel sueño era una premonición. Y que aquel hombre shakal era un dios, cuyo nombre jamás había escuchado.

 En el calabozo supo que su esposo había muerto, y que lo habían despedazado como símbolo de poder. Cada uno de sus trozos había sido enviado a cada una de las provincias. Era el modo en el que ellos creían frenar la rebelión. La imagen de su esposo despedazado la desesperó. Durmió atemorizada, pero sin lagrimas. Reconocía su difuminada misión, comprendía que delante sí estaba una labor titánica y sagrada. Su esposo volvería a la vida. De nuevo soñó con el dios shakal, que le entregaba una rosa con hilo y una larga  aguja de cristal. Al despertar los objetos estaban aún en sus manos. Los escondió entre su ropa cuando entraron a su celda los soldados españoles.

Para ellos había llegado su momento. La fusilarían. En secreto ella esperaba un milagro. Los fusiles fueron cargados, que le coqueteaban  de mala gana, en busca de una última diversión con la esposa del mayor rebelde del reino. La mañana era fría y soleada. Ella esperaba que aquella no fuese su ultima mañana. Extenuada, y con algo de esperanza aún entre sus dedos, decidió aceptar la muerte con dignidad. No aceptó negociaciones. Le fue concedida una muerte rápida, una muerte de soldado.

Cerró los ojos y pensó en las águilas, en los altos de los andes, en el canto del viento y de las montañas y el susurro de las quenas.

Escuchó unos disparos. No fueron los suyos. La rescataban. Frente a ella sus verdugos caían, heridos de muerte, con el rostro manchado por la sorpresa.

Algunos indígenas rebeldes trataban de tomarse el fuerte español, y de paso, vengar la muerte de su líder.  Ella huyó sola, robando un caballo, y recorrió todo el  Reino del Perú  en busca de los retazos de su esposo. Galopó por las verdes praderas y los desiertos, alimentándose apenas, y protegiendo sus armas divinas; la aguja de cristal en el cuello y el hilo entre la ropa. Recogió todas las partes del cuerpo de su esposo excepto una. Antes, en algún poblado polvoriento, supo que su hijo había sido capturado y decapitado.

Fue mas intenso su instinto maternal. Desenterró el cuerpo de su hijo. Sobre ella caia una intensa tormenta eléctrica. Su pelo estaba empapado. El cuerpo de su hijo ya entraba en la descomposición. Usó el hilo y la aguja unir de nuevo la cabeza al cuello  del niño. Terminado su trabajo, la tormenta desapareció.  Vio entonces como regresaba a la vida entre sus manos, como, lentamente, se regeneraban sus carnes, y la observaba, saludable y aterrado, se agarraba a su cuerpo, a su pecho, y con lagrimas en los ojos, le pedía que no lo abandonase, hasta quedarse dormido. Enternecida, lo dejó en manos de los incrédulos y aterrados indigerías rebeldes. Confirmada la eficacia de su arma sagrada, no evitaría su ultima misión.  Siguió buscando el trozo de su esposo que aún faltaba para completar el cuerpo. Tardó varias noches y no desistió pese a su debilidad. No era un trozo óseo. Era su falo. Imaginó entonces que no seria posible recuperarlo y que algún animal lo había devorado.


Micaela apenas y podía mantenerse en pie. Su rostro había diluido su belleza en el agotamiento. Había enflaquecido. Con todos los pedazos de su marido, recogidos en cada una de las provincias del antiguo imperio inca,  empezó su labor. En la más alta montaña reconstruyó el cuerpo. Armado, solo hacia falta cocerlo.. Pero recordó demasiado tarde que había gastado el hilo, que lo había utilizado salvando a su hijo.  Imaginó el reproche del hombre-dios shakal, pero supo, sobrentendió, que su esposo habría hecho lo mismo. Sin embargo tuvo una idea. Descoció su vestido, sacando de él un enorme hilo blanco. Solo entonces reconoció el símbolo del sueño.

Pero ya era demasiado tarde. Ella no podía frenar el destino.

Cuando el cuerpo fue reconstruido Tupac Amaru II se irguió frente a ella, poderoso, rodeado de truenos y de tempestad.  Desnudo, castrado, convertido en un dios, era ahora el padre del inframundo. Sin embargo era frágil. Él lo sentía, y así lo comprendía  Observó a su esposa. La observó con amor, con  una última mirada, llena de ternura.

—Discúlpame—dijo Micaela a sus pies, con los ojos cargados de lágrimas.

—Hiciste lo correcto— respondía él, con una sonrisa, mientras su cuerpo volvía a desquebrajarse.

El cielo se hizo un relámpago. Ella gritó de tristeza, pero sin culpa. Sabía que si hubiese sucedido otra vez, y hubiese tenido otra vez que elegir, haría lo mismo. Era más intenso su amor de madre que su amor por su pueblo, y por su esposo.

El hombre-dios shakal apareció de nuevo. Apenada, le entregó la aguja de cristal. Él, inexpresivo, tocó su pecho con la aguja. Entonces ella despertó. Estaba de nuevo en el campo de fusilamiento. Los soldados españoles estaban frente a ella, aun vivos, y habían disparado. Observándose a si misma, Micaela vio  manchones rojos que emergían de su cuerpo, de su vestido. Notó que en el centro de uno de ellos, estaba la aguja de Cristal.

Sonrió.  Pronto se reuniría con su esposo. Podría decirle con orgullo que hijo estaba con vida y a salvo.  Era lo único que importaba.




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