domingo, 8 de febrero de 2009
Adios a las estrellas
La gigantesca bodega se abrió por medio de un dispositivo electrónico que jaló la puerta hacia la derecha. Al fondo, aviones semidestruidos de fabricación rusa moldeaban las sombras de la pared; armas convertidas en cuidadosos esquemas, fotografías de bases militares, montañas gigantescas de planos y obras de la arquitectura militar denunciaban el secreto. Alberto ingresó en silencio. Años y años de espionaje militar estaban frente a sus ojos, y sin embargo, lo que observaba para él carecía de significado.
—Esto es lo que quieren que yo crea—dijo, con orgullo, dirigiéndose a la habitación del fondo, y golpeando la pared con una barra de hierro.
La pared era sólida, resistente a los golpes. Su corazón latió con fuerza cada vez que encontró una puerta cerrada, pero una vez era violada la cerradura, la esperanza desaparecía; lo que encontraba lo llenaba de ansiedad. En otros compartimentos los pasillos se difuminaban en habitaciones dedicadas al diseño, a la experimentación, e incluso encontró una sala dedicada a la tortura. “Basura, es lo que quieren que crea” pensó. Había una cafetería, algunos dormitorios, y un bar donde copas medio llenas y cigarrillos aun humeantes le recordaron que no estaba solo. Con la misma barra metálica golpeó los suelos, creyéndolos huecos; cada estructura sospechosa de poseer un doble fondo era examinada, golpeada, medida, a veces destruida. Encontró mapas de objetos fantásticos, evidencias de encubrimientos que no eran el suyo, diseños alocados, casi inútiles, pero indudablemente humanos. Empezó a sentirse nervioso, engañado; revisó todo el lugar una vez mas, cada compartimiento, cada hangar, cada bodega habitada de sombras y aeronaves experimentales. Los ingenieros que hasta hace poco habitaron aquel enorme nicho en la mitad del desierto se dedicaban a plagiar ideas de otros diseñadores, buscaban errores en las mejores naves extranjeras (errores que podrían decidir una guerra) pero no había nada de otro mundo. Nada. El tiempo de Alberto era limitado. Fotografió como pudo algunas aeronaves, fotografió las salas y los dormitorios; sabia que los planos podrían producirle problemas. Se sentía estupido, inútil. Pensó; hay una esperanza. Quizás la base militar del Área “51” ha sido siempre un engaño, una quimera dispuesta a desviar la mirada de los curiosos, y quizás los seres de las estrellas están esperándole, en algún otro hangar del gobierno, oculto e imposible para él. Aquella idea lo llenó de esperanza. Pero no logró animarse. Había una farsa, pero, ¿donde? Tuvo que salir. El pecho le dolía, y la respiración le costaba. Llego al límite del desierto y estuvo a punto de ser capturado dos veces. Le habría encantado decirles a aquellos militares manipuladores un par de cosas. Escupirles la cara, pero el instinto de supervivencia fue más grande que la indignación. Camino en silencio, en medio del desierto, sin mirar atrás. Hacia frío. ¿Como explicar su tristeza, su sensación de angustia? Estaba caminando en la mitad de la nada, en la oscuridad, buscando algo de humanidad. Observó las estrellas y su pecho se comprimió de tristeza. Una costra nebulosa de luces infinitas y distantes, una esperanza dolorosamente brillante y hermosa que confirmaba su fracaso. Liberó algunas lágrimas. Aquella era la primera vez que al verlas se sentía solo.
Oscar Corzo
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