domingo, 8 de febrero de 2009

( cuentos del ocio)

Confesión.

Responderé a tu pregunta; si, fui yo. Aquella mañana me senté frente a tu casa, y duré ahí dos semanas y media. Nadie podría reconocerme. Disfrazado dentro de la multitud, soy uno de esos objetos que parecen camuflarse dentro de la locura y la insatisfacción de la ciudad. Sonreí. Soy estándar. Invisible, confundible, irreconocible, irrecordable; soy un árbol. Observe cada uno de los objetos visibles junto a mi con atención; incluso las paredes hablaban de ti, de tu tristeza, de tu figura menuda y delicada. Todos los días te veían pasar. No quería hablarte, pero no sabia adonde más ir; los domingos son terribles para mi falta de adaptación social, y esta ciudad nunca me ha pertenecido. El polvo de la calle se levantaba para despedir a los apresurados automóviles, y las rosas. (¿De donde salieron las rosas?) Bueno, salieron de una floristería del centro; las compré con lo que quedaba en mi billetera. Aun olían a frescura, como huele tu cabello días como este. ¿Que hago aquí? Nada, pensé; soy un desconocido, un ser no grato. Debería entenderlo. El sol empezaba a enseñar algo de su mal carácter; el viento se empecinaba en hacerme tragar algo del polvo que cubría el asfalto. Partículas de lluvia. Fotones envenenados. Nada; creí que habías olvidado nuestra cita. La ocasión anterior observabas a las palomas en el suelo, sentada sobre una de las tantas bancas del parque. Vestías como una adolescente cualquiera; blusa blanca, un Jean azul claro, una cinta roja que sostenía tu delicado pelo negro. Me reconociste desde la entrada. Sentí que un esfuerzo sobrehumano te permitía sonreír; era nuestra primera cita; la primera desde que decidimos enredar nuestros destinos. Algunas mariposas revoloteaban en el aire haciendo que la imagen tuviera una calidez romántica extra. El día era tibio pero me fue imposible evitar que algunas gotas de sudor recorrieran mi frente; otras parejas hablaban con suavidad a nuestro alrededor, niños jugaban, gente caminaba, solo las nubes parecían distantes, arremolinadas sobre un horizonte difuso que indicaba una lluvia pronta a caer sobre nosotros. El mismo viento, haciéndome tragar polen en vez de polvo. (¡Basta e irremediable monotonía!) Un tibio olor a grasa de salchichas se mezclaba con el olor del césped y la sensación agria que aun me quedaba del viaje. Mis ojos se serraban por voluntad propia. Veinticuatro horas observando la metamorfosis del horizonte, solo para verte una vez más. Miles de imágenes y lugares habían desaparecido frente a mis ojos pero solo este importaba. Junto a la ventana de un automóvil, había recorrido mil kilómetros.

Hablé de música, de teatro, de poesía; ¿lo recuerdas? tus ojos me observaban en silencio, desbaratando cada fibra de mi seguridad. ¿Te aburrías verdad? callarías, me lo había advertido; fue así cuando te conocí, fue así cuando recorrimos las calles de bogota de la mano, fingiendo ser fanáticos felices camino a un concierto de Muse. Las sombras que nos dieron cobijo se humedecían al correr del día. Saqué mi regalo; una pequeña muñeca, idéntica a ti, hecha de porcelana. Me incline sobre tu mano, que desde instantes atrás estaba unida a la mía. Mi primer beso no fue en tus labios, fue sobre tus dedos. Una explosión química recorrió cada uno de mis vasos sanguíneos en ese instante.

Salimos, caminamos, comimos, escuchamos el rumor ronroneante de los automóviles lejanos, me moría de ganas, deseaba besarte, pero no lo hice. No vi esa chispa en sus ojos, pero quería hacerlo. Tenia la impresión de que era lo que la atmósfera necesitaba para liberar la lluvia. Un choque eléctrico. Algo que impactara. Pero la tarde trascurrió en otros términos, y nos despedimos como buenos amigos. No sé si deseabas que te besara, sinceramente no lo sé. Concertamos aquella cita al día siguiente, cita a la que nunca fuiste.

Mira, pero yo no estaba en el parque, estaba frente a tu casa, y me había disfrazado de árbol. Nunca llamaste, así que no te enteraste de mi transformación. No te dignaste a salir, ni a saber de mi existencia. Me sentía indignado. Pero luego pensé que quizás estabas enferma. Así que me quede ahí, parado, susurrándote a los oídos ayudado por el viento, tratando de que algo de emotividad derritiera tu corazón. ¿Y sabes? Mi rabia desapareció, y me quedé hechizado por ese curioso derecho a verte sin que lo notaras, por ese placer de acariciarte el rostro ayudado por el viento. En las noches dormías con la ventana abierta, y te contemplaba en silencio, sin dormir, tratando de entender tu belleza, y el efecto que tienes sobre mí. Aun no entiendo por que tus ojos me hechizan y acarician mi espíritu como si tuvieran dedos invisibles que le hacen cosquillas a mi corazón. Aun no entiendo porque fui capaz de renunciar a mi vida tan solo por tener el derecho a observarte dormir todas las noches, y por eso nadie sabe porque una árbol frente a tu casa empezó a dar rosas rojas en ves de frutos. Si, fui yo, ¿o es que acaso conoces a otra persona tan cursi como para hacer algo así? en serio, disculpame, no lo hice de mala intención, y es que, ¿ como iba yo a saber que eras alergica a las rosas?

: Oscar Corzo

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