Por Jairo Oliveros Ramírez
Las cosas que pasan I
Parece que uno se recuerda así
mismo. Un paisaje que desaparece y otro que aparece. En muchas partes ya no existe el espacio de mi niñez. En
Neiva, donde hoy existe el Estadio de fútbol era un llano. Era peligroso cruzar
solo y en donde están las oficinas y la villa olímpica, antes quedaba el casino
de oficiales y creo que en ese tiempo era de la policía. A un lado del coliseo
de baloncesto se apreciaba un breve, un instante de lago donde se estancaban
las aguas de un arroyuelo que se escurría entre guácimos y totumos. Todo ese
espacio disfrutábamos cuando éramos unos chicos que nos íbamos de cacería y a comer
cucubas con la mentira de calmar la sed.
Y, ahora por donde queda la avenida Buganviles existió una hilera de cachingos y entre sus cepas navegaban las
flores por las aguas de unos chorritos de agua, un minúsculo arroyito que hoy
ya no existe, como tampoco existe la quebrada Coclí.
Mi papá me ha contado que iba con mi
abuelo a cazar venados más allá de Coclí y de pesca por la quebrada La Toma. Imagínese
el espectáculo de aquel tiempo.
Y ahora, son muy pocos quienes disfrutan un
chocolate casero, bien batido con molinillo, acompañado con pan de maíz o con
un tamal. Tal vez en el campo se pueda disfrutar de ello. En la ciudad son las
comidas rápidas y los escasos sitios para un sabroso tamal. Y otra cosa, que
casi ya no se ve, casas que no tiene un elegante jardín. De pronto unas cuantas
matas sembradas en materas. Y así sigue la vida, dejando que desaparezcan nuestras
cosas, nuestro mundo.
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