Los alumnos
Día tras día, se
niega a los niños el derecho de ser niños. Los hechos, que se burlan de ese
derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños
ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa.
El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, para que se conviertan
en basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene
atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como
destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que
consiguen ser niños.
Los de arriba,
los de abajo y los del medio
En el océano del
desamparo, se alzan las islas del privilegio. Son lujosos campos de concentración,
donde los poderosos sólo se encuentran con los poderosos y jamás pueden olvidar,
ni por un ratito, que son poderosos. En algunas de las grandes ciudades latinoamericanas,
los secuestros se han hecho costumbre, y los niños ricos crecen encerrados
dentro de la burbuja del miedo. Habitan mansiones amuralladas, grandes casas o
grupos de casas rodeadas de cercos electrificados y de guardias armados, y
están día y noche vigilados por los guardaespaldas y por las cámaras de los
circuitos cerrados de seguridad. Los niños ricos viajan, como el dinero, en
autos blindados. No conocen, más que de vista, su ciudad. Descubren el
subterráneo en París o en Nueva York, pero jamás lo usan en San Pablo o en la
capital de México.
Ellos no viven
en la ciudad donde viven. Tienen prohibido este vasto infierno que acecha su
minúsculo cielo privado. Más allá de las fronteras, se extiende una región del terror
donde la gente es mucha, fea, sucia y envidiosa. En plena era de la globalización,
los niños ya no pertenecen a ningún lugar, pero los que menos lugar tienen son
los que más cosas tienen: ellos crecen sin raíces, despojados de la identidad
cultural, y sin más sentido social que la certeza de que la realidad es un
peligro. Su patria está en las marcas de prestigio universal, que distinguen
sus ropas y todo lo que usan, y su lenguaje es el lenguaje de los códigos
electrónicos internacionales. En las ciudades más diversas, y en los más
distantes lugares del mundo, los hijos del privilegio se parecen entre sí, en
sus costumbres y en sus tendencias, como entre sí se parecen los shopping
centers y los aeropuertos, que están fuera del tiempo y del espacio.
Educados en la realidad virtual, se deseducan en la ignorancia de la realidad
real, que sólo existe para ser temida o para ser comprada.
Mundo infantil
Hay que tener
mucho cuidado al cruzar la calle, explicaba el educador colombiano Gustave
Wilches a un grupo de niños:
-Aunque haya luz
verde, nunca vayan a cruzar sin mirar a un lado, y después al otro.
Y Wilches contó
a los niños que una vez un automóvil lo había atropellado y lo había dejado
tumbado en medio de la calle. Evocando aquel desastre que casi le costó la
vida, Wilches frunció la cara. Pero los niños preguntaron:
-¿De qué marca
era el auto? ¿Tenía aire acondicionado? ¿Y techo solar eléctrico?
¿Tenía faros
antiniebla? ¿De cuántos cilindros era el motor?
Vidrieras
Juguetes para
ellos: rambos,
robocops, ninjas, batmans, monstruos, metralletas, pistolas, tanques, automóviles,
motocicletas, camiones, aviones, naves espaciales.
Juguetes para
ellas: barbies,
heidis, tablas de planchar, cocinas, licuadoras, lavarropas, televisores,
bebés, cunas, mamaderas, lápices de labios, ruleros, coloretes, espejos.
Fast food, fast
cars, fast life: desde
que nacen, los niños ricos son entrenados para el consumo y para la fugacidad,
y transcurren la infancia comprobando que las máquinas son más dignas de
confianza que las personas. Cuando llegue la hora del ritual de iniciación, les
será ofrendada su primera coraza todo terreno, con tracción a cuatro ruedas.
Durante los años de la espera, ellos se lanzan a toda velocidad a las
autopistas cibernéticas y confirman su identidad devorando imágenes y
mercancías, haciendo zapping y haciendo shopping. Los ciberniños
navegan por el ciberespacio con la misma soltura con que los niños abandonados
deambulan por las calles de las ciudades.
Mucho antes de
que los niños ricos dejen de ser niños y descubran las drogas que aturden la
soledad y enmascaran el miedo, ya los niños pobres están aspirando gasolina o pegamento.
Mientras los niños ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas
de plomo amenazan a los niños de la calle.
En América
latina, los niños y los adolescentes suman casi la mitad de la población total.
La mitad de esa mitad vive en la miseria. Sobrevivientes: en América latina
mueren cien niños, cada hora, por hambre o enfermedad curable, pero hay cada
vez más niños pobres en las calles y en los campos de esta región que fabrica
pobres y prohíbe la pobreza. Niños son, en su mayoría, los pobres; y pobres
son, en su mayoría, los niños. Y entre todos los rehenes del sistema, ellos son
los que peor la pasan. La sociedad los exprime, los vigila, los castiga, a
veces los mata: casi nunca los escucha, jamás los comprende.
Esos niños,
hijos de gente que trabaja salteado o que no tiene trabajo ni lugar en el mundo,
están obligados, desde muy temprano, a vivir al servicio de cualquier actividad
ganapán, deslomándose a cambio de la comida, o de poco más, todo a lo largo y a
lo ancho del mapa del mundo. Después de aprender a caminar, aprenden cuáles son
las recompensas que se otorgan a los pobres que se portan bien: ellos, y ellas,
son la mano de obra gratuita de los talleres, las tiendas y las cantinas
caseras, o son la mano de obra a precio de ganga de las industrias de
exportación que fabrican ropa deportiva para las grandes empresas multinacionales.
Trabajan en las faenas agrícolas o en los trajines urbanos, o trabajan en su casa,
al servicio de quien allá mande. Son esclavitos o esclavitas de la economía
familiar o del sector informal de la economía globalizada, donde ocupan
el escalón más bajo de la población activa al servicio del mercado mundial:
en los basurales
de la ciudad de México, Manila o Lagos, juntan vidrios, latas y papeles, y
disputan los restos de comida con los buitres;
se sumergen en el mar de Java,
buscando perlas;
persiguen diamantes en las minas
del Congo;
son topos en las
galerías de las minas del Perú, imprescindibles por su corta estatura y cuando
sus pulmones no dan más, van a parar a los cementerios clandestinos;
cosechan café en Colombia y en
Tanzania, y se envenenan con los pesticidas;
se envenenan con
los pesticidas en las plantaciones de algodón de Guatemala y en las bananeras
de Honduras;
en Malasia recogen la leche de
los árboles del caucho, en jornadas de trabajo que se extienden de estrella a
estrella;
tienden vías de ferrocarril en
Birmania;
al norte de la India se derriten
en los hornos de vidrio, y al sur en los hornos de ladrillos;
en Bangladesh,
desempeñan más de trescientas ocupaciones diferentes, con salarios que oscilan
entre la nada y la casi nada por cada día de nunca acabar;
corren carreras
de camellos para los emires árabes y son jinetes pastores en las estancias del
río de la Plata;
en
Port-au-Prince, Colombo, Jakarta o Recife sirven la mesa del amo, a cambio del derecho
de comer lo que de la mesa cae;
venden fruta en los mercados de
Bogotá y venden chicles en los autobuses de San Pablo;
Limpian
parabrisas en las esquinas de Lima, Quito o San Salvador; lustran zapatos en
las calles de Caracas o Guanajuato;
cosen ropa en Tailandia y cosen
zapatos de fútbol en vietnam;
cosen pelotas de fútbol en
Pakistán y pelotas de béisbol en Honduras y Haití;
para pagar las
deudas de sus padres, recogen té o tabaco en las plantaciones de SriLanka y
cosechan jazmines, en Egipto, con destino a la perfumería francesa;
alquilados por
sus padres, tejen alfombras en Irán, Nepal y en la India, desde antes del amanecer
hasta pasada la medianoche, y cuando alguien llega a rescatarlos, preguntan: «¿Es
usted mi nuevo amo?»;
vendidos a cien dólares por sus
padres, se ofrecen en Sudán para labores sexuales o todo trabajo.
La fuga, 1
Charlando con un
enjambre de niños de la calle, de esos que se trepan a los autobuses en la
ciudad de México, la periodista Karina Avilés les preguntó por las drogas.
-Me siento muy
bien, me quito de los problemas -dijo uno.
-Cuando bajo a
lo que soy -dijo-,
me siento encerrado como un pajarito.
Esos niños eran habitualmente
acosados por los policías y los perros de la Central Camionera del Norte. El gerente
general de la empresa declaró a la periodista:
-No
dejamos que los niños se mueran porque, de alguna manera, son humanos
Por la fuerza
reclutan niños los ejércitos, enalgunos lugares
de África, Medio Oriente y América Latina. En las guerras, los soldaditos
trabajan matando, y sobre todo trabajan muriendo; ellos suman la mitad de las
víctimas en las guerras africanas recientes. Con excepción de la guerra, que es
cosa de machos según cuenta la tradición y enseña la realidad, en casi todas
las demás tareas, los brazos de las niñas resultan tan útiles como los brazos
de los niños. Pero el mercado laboral reproduce en las niñas la discriminación
que normalmente practica contra las mujeres: ellas, las niñas, siempre ganan
menos que lo poquísimo que ellos, los niños, ganan, cuando algo ganan.
La prostitución
es el temprano destino de muchas niñas y, en menor medida, también de unos
cuantos niños, en el mundo entero. Por asombroso que parezca, se calcula que
hay por lo menos cien mil prostitutas infantiles en los Estados Unidos, según
el informe de UNICEF de 1997. Pero es en los burdeles y en las calles del sur
del mundo donde trabaja la inmensa mayoría de las víctimas infantiles del
comercio sexual. Esta multimillonaria industria, vasta red de traficantes,
intermediarios, agentes turísticos y proxenetas, se maneja con escandalosa impunidad.
En América latina, no tiene nada de nuevo: la prostitución infantil existe
desde que en 1536 se inauguró la primera casa de tolerancia, en Puerto
Rico. Actualmente, medio millón de niñas brasileñas trabajan vendiendo el
cuerpo, en beneficio de los adultos que las explotan: tantas como en Tailandia,
no tantas como en la India. En algunas playas del mar Caribe, la próspera
industria del turismo sexual ofrece niñas vírgenes a quien pueda pagarlas. Cada
año aumenta la cantidad de niñas arrojadas al mercado de consumo: según las
estimaciones de los organismos internacionales, por lo menos un millón de niñas
se incorporan, cada año, a la oferta mundial de cuerpos.
La fuga, 2
En las calles de México, una niña
inhala tolueno, solubles, pegamentos o lo que sea.
Pasada la tembladera, cuenta:
-Yo aluciné al
Diablo, o sea que se me metía el Diablo y en eso, ¡pus!, quedé en la orillita,
ya me iba a aventar, de ocho pisos era el edificio y ya me iba yo a aventar,
pero en eso se me fue mi alucín, se me salió el Diablo. El alucín que más me ha
gustado es cuando se me apareció la Virgencita de Guadalupe. Dos veces la
aluciné.
Son incontables
los niños pobres que trabajan, en su casa o afuera, para su familia o para
quien sea. En su mayoría, trabajan fuera de la ley y fuera de las estadísticas.
¿Y los demás niños pobres? De los demás, son muchos los que sobran. El mercado
no los necesita, ni los necesitará jamás. No son rentables, jamás lo serán.
Desde el punto de vista del orden establecido, ellos empiezan robando el aire
que respiran y después roban todo lo que encuentran. Entre la cuna y la
sepultura, el hambre o las balas suelen interrumpirles el viaje. El mismo
sistema productivo que desprecia a los viejos, teme a los niños. La vejez es un
fracaso, la infancia es un peligro. Cada vez hay más y más niños marginados que
nacen con tendencia al crimen, al decir de algunos especialistas. Ellos
integran el sector más amenazante de los excedentes de población. El
niño como peligro público, la conducta antisocial del menor en América,
es el tema recurrente de los Congresos Panamericanos del Niño, desde hace ya
unos cuantos años. Los niños que vienen del campo a la ciudad, y los niños
pobres en general, son de conducta potencialmente antisocial, según nos advierten
los Congresos desde 1963. Los gobiernos y algunos expertos en el tema comparten
la obsesión por los niños enfermos de violencia, orientados al vicio y a la perdición.
Cada niño contiene una posible corriente de El Niño, y es preciso prevenir la devastación
que puede provocar. En el primer Congreso Policial Sudamericano, celebrado en
Montevideo en 1979, la policía colombiana explicó que «el aumento cada día
creciente de la población de menos de dieciocho años, induce a estimar una
mayor población POTENCIALMENTE DELINCUENTE». (Mayúsculas en el documento
original)
En los países
latinoamericanos, la hegemonía del mercado está rompiendo los lazos de solidaridad
y haciendo trizas el tejido social comunitario. ¿Qué destino tienen los nadies,
los dueños de nada, en países donde el derecho de propiedad se está
convirtiendo en el único derecho? ¿Y los
hijos de los nadies? A muchos, que son cada vez más muchos, el hambre los
empuja al robo, a la mendicidad y a la prostitución; y la sociedad de consumo los
insulta ofreciendo lo que niega. Y ellos se vengan lanzándose al asalto, bandas
de desesperados unidos por la certeza de la muerte que espera: según UNICEF, en
1995 había ocho millones de niños abandonados, niños de la calle, en las
grandes ciudades latinoamericanas; según la organización Human Rights Watch, en
1993 los escuadrones parapoliciales asesinaron a seis niños por día en Colombia
y a cuatro por día en Brasil.
Para que el sordo escuche
Crece la
cantidad de niños desnutridos en el mundo. Doce millones de niños menores de cinco
años mueren anualmente por diarreas, anemia y otros males ligados al hambre. En
su informe de 1998, UNICEF proporciona datos como éste, y propone que la lucha
contra el hambre y la muerte de los niños se convierta en una prioridad mundial
absoluta. Y para que así sea, recurre al único argumento que puede tener, hoy
por hoy, eficacia: «Las carencias de vitaminas y minerales en la alimentación
cuestan a algunos países el equivalente de más de un 5% de su producto nacional
bruto en vidas perdidas, discapacidad y menor productividad.»
Entre una punta
y la otra, el medio. Entre los niños que viven prisioneros de la opulencia y
los que viven prisioneros del desamparo, están los niños que tienen bastante más
que nada, pero mucho menos que todo. Cada vez son menos libres los niños de
clase media. Que te dejen ser o que no te dejen ser: ésa es la cuestión, supo
decir Chumy Chúmez, humorista español. A estos niños les confisca la libertad,
día tras día, la sociedad que sacraliza el orden mientras genera el desorden.
El miedo del medio: el piso cruje bajo los pies, ya no hay garantías, la
estabilidad es inestable, se evaporan los empleos, se desvanece el dinero,
llegar a fin de mes es una hazaña. Bienvenida, la clase de unos de los barrios
más miserables de Buenos Aires. La clase media sigue viviendo en estado de impostura,
fingiendo que cumple las leyes y que cree en ellas, y simulando tener más de lo
que tiene; pero nunca le ha resultado tan difícil cumplir con esta abnegada
tradición. Está la clase media asfixiada por las deudas y paralizada por el
pánico, y en el pánico cría a sus hijos. Pánico de vivir, pánico de caer:
pánico de perder el trabajo, el auto, la casa, las cosas, pánico de no llegar a
tener lo que se debe tener para llegar a ser. En el clamor colectivo por la
seguridad pública, amenazada por los monstruos del delito que acecha, la clase
media es la que más alto grita. Defiende el orden como si fuera su propietaria,
aunque no es más que una inquilina agobiada por el precio del alquiler y la
amenaza del desalojo.
Atrapados en las trampas del pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro perpetuo. En la ciudad del futuro, que ya está siendo ciudad del presente, los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde alguna ventana de sus telecasas: la calle prohibida por la violencia o por el pánico a la violencia, la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.
Tomado de Eduardo
Galeano Patas Arriba. La Escuela Del Mundo Al Revés.
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