viernes, 19 de febrero de 2010

COLUMNA SEMANAL

TEMAS DE ANALISIS

 

Decretos para salvar el lucrativo negocio de la salud.

(Por Santiago Villarreal Cuellar)

 

Mediante un paquete de decretos, el presidente Álvaro Uribe pretende salvar el conjunto de servicios de salud, establecidos como un negocio lucrativo en la Ley 100 de 1993, cuyo ponente, como senador, fue precisamente él mismo.

Colombia nunca ha contado con un servicio de salud que cubra gratuitamente toda la población, como sí lo tienen la mayoría de países europeos y la casi totalidad de naciones latinoamericanas. El sistema que existió antes de la Ley 100, era además ineficiente, pero el que se creó no se concibió precisamente para universalizar la salud y hacerla gratuita, sino con el propósito de beneficiar a unas empresas privadas (E.P.S., I.P.S. y otras) dividiendo a la población en chocantes clases: medicina para ricos (medicina pre-pagada), medicina para clase media (régimen contributivo) y medicina para pobres (régimen subsidiado) y otra franja de población sin acceso a la salud(población sin capacidad de pago y sin condiciones para demostrar derecho a subsidio).

Desde el comienzo de la entrada en vigencia del nuevo sistema, ha tenido muchísimas falencias. Solo en el año 2008, acudieron a la acción de tutela 142.947 colombianos solicitando el amparo de sus derechos relacionados con la negación de servicios de salud. La expedición de la Ley 1122 de 2007, en nada cambió la calidad en la prestación de tan vital servicio. Pero fue la Sentencia T-760 de julio de 2008, emanada de la Corte Constitucional, la que obligó al gobierno a adoptar una serie de medidas entre las que sobresalieron: reformar, actualizar, adaptar y unificar los Planes de Beneficios (POS); garantizar el financiamiento oportuno y adecuado de actividades para garantizar el cumplimiento progresivo del derecho a la salud; adoptar medidas dirigidas a alcanzar en forma progresiva la cobertura universal en enero de 2010 de la prestación del servicio.

Las empresas privadas, prestadoras del servicio de la salud, descubrieron que al obligarlas a cumplir con la sentencia, perderían una gran porción de las ganancias del jugoso pastel y de inmediato solicitaron al padre del sistema (el presidente Uribe) salvarlas de tener que dejar de ganar, en detrimento de los pacientes.

Porque tenemos que decirle a la ciudadanía que las E.P.S, no solo no tienen pérdidas financieras, sino que por el contrario, continúan creciendo en forma escandalosa y las sitúa entra las 100 empresas más grandes de Colombia. El patrimonio de las E.P.S. pasó de $531.089 millones en marzo de 2007 a $574.613 millones a igual periodo de 2008.

Tampoco es cierto lo que se argumentó por parte del ministro de la Protección Social al expedir los decretos de emergencia social, de que no existían recursos suficientes para continuar sosteniendo el sistema de salud. Si revisamos las cifras del Fondo de Solidaridad y Garantías (fosyga), encontramos que hay dinero suficiente. A fines de 2009 había unos 6,5 billones de pesos. Pero lo que sucede es que dichos dineros en su mayoría se encuentran invertidos así: (93,7%) están invertidos (2,7% en CDT, 18% en TDA, 0.3% en bonos y 79% en TES). Lo que quiere decir que dichos dineros destinados a la salud no están disponibles para las necesidades ciudadanas, sino puestos al servicio del sector financiero, además que sirven de caja menor del gobierno para financiar el déficit fiscal.

De modo que todos los argumentos esgrimidos por el gobierno, con el propósito de revertir parte de los costos de la prestación de los servicios de salud a los usuarios, no es otra cosa que proteger a las E.P.S. de no perder parte de los jugosos ingresos que le podría causar el cumplimiento de la Sentencia T-760.

Ahora bien, si el gobierno está interesado en prestar un excelente servicio de salud, con cobertura universal y gratuita, basta con presentar un proyecto de Ley al congreso, derogando la Ley 100 y creando un sistema de salud, manejado directamente por el Estado, en el cual se pueden contratar algunos servicios con empresas privadas y creando un servicio estricto de vigilancia y cumplimiento de dicho servicio y exigiendo al usuario como único requisito para tener acceso al servicio, simplemente que sea un ser humano.

Pitalito, febrero 18 de 2010.

             

 

 

 

 

 



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lunes, 8 de febrero de 2010

cuento... literatura circustancial.


El retorno a la nada.

 

El fatigado hombre sintió la calidez de un techo y el abrigo de una cama, cientos de pasos antes de llegar frente a la casa. En la distancia la creyó habitada, pero aquella idea (necia en los tiempos que él sufría) se fue desvaneciendo una vez se acercó  a la puerta principal.  Encontró a sus pies vidrios rotos de las ventanas, y fragmentos del  techo que se habían derrumbado por las lluvias. Solo bastó un suave empujón para entrar y enceguecerse con la oscuridad húmeda y tibia, el hombre, algo tímido, respiró profundamente, confundiendo la pestilencia con el olor de un hogar;  olor a moho y a pútrido que se hundió en su nariz.  Descargó su maleta en lo que algún día fue una sala, y busco un lugar cómodo para dormir y recuperarse.  En el piso de arriba, algo húmedo y empolvado, encontró un colchón que aun podía inspirar sueño. Había ropas tiradas en el suelo, ropas de niño, inocencia empalagada de polvo y resequedad. En el centro de la sala, una  mancha carmesí.  Sangre, pensó. Sangre antigua de tono sepia.

Junto a la cama, se tiró al colchón  de espaldas, como sumergiéndose en el agua.  Como tantas otras veces, durmió con su uniforme puesto, y colocó  amarrado a sus brazos el fusil.  Tuvo un sueño corto, atiborrado de pesadillas. Lo despertó a media noche el inhumano sonido del viento, posesionándose de la casa desde el primer piso.  Desde entonces, y sumido en una habitual paranoia, no pudo dormir. Espero el amanecer  en silencio, junto a la ventana. En la espera, confundió aquel instante con la guardia militar; recuerdos difusos, cercanos, enredados por el sueño.

Sin embargo, el amanecer no llegó. En vez de él nubes oscuras, asfixiadas de lluvia, invadieron el cielo. Los relámpagos  se derramaban sobre la pradera. Campo seco, cargado de maleza, que seguramente alguna vez fue un maizal. ¿Como se llamaba aquel lugar? No lo sabía. Había caminando por días enteros, durmiendo en agujeros, uniformándose de noche oscura. Era un desertor que huía. Había tenido suerte; solo encontró  campo desolado. Nadie lo denunciaría. Sin embargo eso no lo tranquilizaba. En realidad, no tenía a donde ir.  Poseer la libertad de elegir un destino (por insustancial que fuese) le aterraba. Por ahora, aquella casa, a pesar de los muros mohosos, el polvo y el olor a mugre,  tenia algo de acogedor. Necesitaba pensar, descansar y dormir.

La lluvia fue desde un principio torrencial.  Desde un principio, la oscuridad no dio salida. Solo los relámpagos le demostraron que aun existía un mundo exterior.  El hombre entonces busco en su maleta algunos artificios, y se dedicó a reparar lo que aun fuese útil en la casa. Arrancó una puerta en la cocina y la llevo hasta la entrada principal, cuidándose de que los detalles no descuidaran la sensación de abandono. Por aquella pradera, inevitablemente, pasarían brigadas militares, que le fusilarían a la primera oportunidad.  Curó algunas goteras con tablas y clavos,  y sacudió con tablas el empolvado colchón de la cama que eligió para dormir.  Ya en la lluvia, tuvo confianza para dormir a sus anchas.

Pero las pesadillas asechaban. Fueron inevitables los recuerdos, la vida misma,  en la distancia  imprecisa de la niñez, cuando se escondió tras un antifaz de pesadilla.  Hombres armados destruían la puerta, golpeando, llamando a los hombres, separando a las mujeres.  La voz espeluznante que dominaba la noche, la voz del fuego.  Pesadillas que en realidad eran recuerdos, y que el sueño revivía con la crueldad de un verdugo enpalador. El solo era un niño escondido en la habitación diminuta, temeroso por las sombras de la ventana, atiborrado por las voces. Ya le habían dicho, con detalle, donde debía esconderse, pero en el instante en el que escucho las voces y los disparos, lo hizo todo con tal torpeza que estuvo a punto de hacerse escuchar. Refugiado, y en silencio, espero un milagro.  Tuvo la esperanza, inocente e ingenua, de que alguien salvara a los suyos.  Por desgracia, nadie llegó.  Cuando la masacre terminó comprendió que el silencio es miles de veces más espantoso que los llantos. Silencios precedidos de disparos; gritos en la distancia, y la horrible sensación de haber sobrevivido solo para ahogarse en  soledad. Con sus propias manos, al amanecer, enterró a sus padres. Lo hizo sin pensar, mecánicamente,  librándose de la locura con la indiferencia de un idiota, para luego llorar días enteros sobre las tumbas frescas.  Cuando el bando contrario lo encontró, apenas respiraba. Lo alimentaron, y lo llevaron a un pueblo vecino. El odio hizo que él, rápidamente, asumiera como suya una ideología paterna, extraña e impersonal siempre, que hasta entonces le fue indiferente.  Así se hizo soldado.

Hoy, abandonado, era un desertor.   Un hombre cargado de recuerdos, incapaz de llorar.

En aquellos días, en la distancia de su niñez, conoció pueblos, mercados, y hombres vivaces, que cultivaban la tierra y dominaban la llanura. Hoy solo quedan escombros, y el inagotable olor a sangre seca.

2

Camino durante la noche, hasta las puertas de un pueblo desconocido. Un grupo de soldados dormitaba sobre las ruinas de una iglesia, así que los evitó durante su recorrido. A medida que avanzaba el aire se enrarecía. Bajo sus pies, el frio verde de la hierva se hacia mas vivaz.

El pueblo entero era un fantasma, estancado en la montaña.  Pocas casas se mantenían en pie, y casi todas las vías empezaban a convertirse en ríos de hierba.  El bosque reclamaba la tierra que un día fue suya; la humanidad huía entre las armas, matándose  y abonando la tierra con su carne.  El hombre pensó que aquel era un destino inevitable, y no juzgó más allá de lo superficial. Él también había matado a otros, cobrando una venganza que siempre fue insípida.

Terminó escondiéndose  a las afueras, en algo que parecía una pesebrera.  Ahí observó como los militares (no reconoció el bando)  partían por donde él llegaba.  Su paso fue lento porque abundaban los heridos, y porque sus rostros apestaban a muerte. La desesperanza les consumía. Por un instante, sintió compasión de ellos, pero semejante idiotez (castigada  entre las filas del ejército que abandonaba)  se desvaneció de su memoria. Solo él era digno de compasión. Todos los demás, obligadamente, merecían la muerte.

Espero un día escondido, sin moverse.   Lo despertó de nuevo el espantoso rumor del viento, el frio del anochecer.  Estaba desorientado,  sintiendo a cada paso un frio intenso  y los labios amargados.  Observo todas las direcciones,  incapaz de decidir por una. Su mirada, al fin,  se detuvo en el potente humo que emergía del pueblo que había creído abandonado. Escuchó el ruido grumoso e indefinible de una multitud.  Algo de alegría lo embargó. Aun había gente. Tal vez se escondían como él, huyendo de la guerra.

Olvido la prudencia,  y sus pasos, emotivos, olvidaron la sutileza que  guardaron durante la huida.  Su corazón palpitaba con violencia, su estomago, por primera vez, sintió la cercanía de un suculento plato cosido.  El hombre no evito confesarse que moría de alegría. Habían otros. Había esperanza.  Reconoció la multitud mucho antes de adentrarse en ella; giraban en torno al fuego, en una celebración indescifrable.  Aquellos hombres, de apariencia torpe, parecían maquinas  confusas que giraban sin sentido. Notó inmediatamente que algo andaba mal con ellos. Un susurro suave emergía de sus bocas. Un lamento doloroso, cargado de apatía, parecía su voz.  Su propio nerviosismo, su pesada respiración, lo delataron como un extraño.

No tardó en comprenderlo, al ver la blancura de sus rostros, la huesuda inexistencia de sus ojos, la ausencia de aliento o respiración. Todos estaban muertos.

— ¡Largo de aquí!—gritó una voz— ¡no eres bienvenido!

“debo estar soñando otra vez” pensó el hombre, aunque sabia que se equivocaba.

La multitud se acercaba, armándose con piedras y palos que había por doquier. Gritaban  enfurecidos por su presencia, con la expresión pudorosa de esqueletos desnudos, avergonzados y violentos.

— ¡ha visto nuestra celebración! — Grito el esqueleto semi desnudo desde una ventana, que poseía voz de mujer— deben matarle ¡atrápenlo!

El  hombre fatigado, distanciándose del pánico, no espero  más tiempo  y empezó a correr. Tras  él, esqueletos furiosos  le perseguían  armados con piedras, palos y machetes oxidados.  La suya era una diferencia irreconciliable, que solo podría resolverse con la muerte.  La vida los había hecho peones y cómplices de bandos diferentes, pero la muerte, inefable, siempre justa, los había hecho iguales. Los muertos defenderían esa igualdad con violencia y odio, tal y como defendieron, en vida, causas aun más superficiales. Por eso, el extraño debía morir.

Por su parte, el hombre fatigado corría, esquivando los troncos y evitando las piedras.  Por primera vez sintió el terco e indomable deseo de conservar su vida.  A cualquier costo, así tuviese que huir por siempre, escondiéndose como una rata.  Su suerte estaba echada. Una vez mas, perseguido por la muerte, se adentraba en la oscuridad de la noche,  buscando la protección de los bosques y las praderas, en dirección a la nada.

 

Oscar Mauricio Corzo.  

 


viernes, 5 de febrero de 2010

COLUMNA SEMANAL

TEMAS DE ANALISIS

Colombia: Un Estado con licencia para matar.

(Por Santiago Villarreal Cuellar)

 

La violencia genera más violencia. Esa ha sido la cultura guerrerista que se ha entronizado en nuestra hermosa patria colombiana desde hace ocho años, cuando fue elegido el presidente Álvaro Uribe Vélez. Con el argumento de acabar con las guerrillas, especialmente con las farc, grupo alzado en armas con el que el primer mandatario tiene un duelo a muerte, feroz, con instintos esquizofrénicos de venganza, odio y con ese corazón grande que utilizó en su primera campaña como slogan, lleno de veneno y ajeno a todo principio cristiano.

Con su política de Seguridad Democrática, creo una cultura de odio, venganza y fomentó la mentalidad criminal que ya poseía un gran sector de la sociedad colombiana. Esa sociedad que tiene la firme creencia que matando seres humanos (indigentes, ladrones, desechables, drogadictos, homosexuales, guerrilleros), soluciona los problemas de la nación.

Hizo acuerdos humanitarios con los grupos narco-paramilitares y bajo el sofisma de la desmovilización, extraditó los principales cabecillas que comenzaron a decir la verdad. Esa verdad que puso a temblar a políticos, empresarios, militares, policías y al mismo jefe de Estado. Hoy, muchos de esos grupos continúan delinquiendo con la anuencia de varios sectores policiales y de las fuerzas armadas. El DAS fue convertido en un servicio de inteligencia que imitó a las SS alemanas de la era hitleriana, utilizó los mismos métodos de espionaje de la KGB de la antigua Unión Soviética y recibió instrucciones de la CIA de los Estados Unidos. Algunos sectores de las fuerzas militares, presionados por el propio presidente para que dieran resultados y al no encontrar guerrilleros para matar, terminó asesinando a humildes ciudadanos (falsos positivos) presentándolos como presuntos alzados en armas.

Esta cultura guerrerista ha hecho que se haya creado una mentalidad militarista en muchos sectores de la sociedad, utilizando prendas de uso privativo de las fuerzas armadas, hoy  vestidas por histéricos civiles, así como pintando carros viejos de color verde oliva, imitando los vehículos militares. Las telenovelas de los dos grandes canales privados hacen apología al militarismo, narco-paramilitarismo y al crimen organizado (muñecas de la mafia, el capo, pandillas guerra y paz) y toda una campaña de piropos que fomentan la guerra y el terrorismo psicológico de Estado.

La semana pasada, en una forma macabra, propuso a los estudiantes universitarios convertirse en "sapos" dentro de sus aulas, con el propósito de hacer de los santuarios del saber, de la majestad de la educación nacional y lo más valioso que un país puede tener como lo es la juventud, en unos vulgares caza-recompensas, inspirado seguramente en los sicarios a sueldo del lejano Oeste Norte-Americano.

Y como si toda esa sed de ver guerra y muerte por doquier no fuera suficiente, emitió los decretos de emergencia social que pretenden convertir el precario servicio de salud, en una carrera hacia la privatización de dicho servicio y una muerte lenta pero segura de los enfermos de este país.

Mientras que otras naciones latinoamericanas como Venezuela, Ecuador, Brasil, Honduras, Nicaragua, Bolivia, (el pasado 25 de diciembre de 2009 lo hizo el Paraguay) universalizaron la gratuidad de la salud en los últimos diez años, aquí en Colombia se pretende retroceder ese derecho fundamental consagrado en la Constitución de 1991, en un servicio digno de repúblicas bananeras.

Atrás ha quedado ese principio fundamental consagrado en el primer artículo de nuestra Carta Magna, de un Estado Social de Derecho, para convertirse en un Estado con licencia para matar colombianos. Aquí diremos como escribió Vargas Vila: "¿Cómo pensar generación menguada, que en tan pocos lustros descendieras tanto?"      

 

Pitalito, febrero 09 de 2010.

 

 

 

 



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