El retorno a la nada.
El fatigado hombre sintió la calidez de un techo y el abrigo de una cama, cientos de pasos antes de llegar frente a la casa. En la distancia la creyó habitada, pero aquella idea (necia en los tiempos que él sufría) se fue desvaneciendo una vez se acercó a la puerta principal. Encontró a sus pies vidrios rotos de las ventanas, y fragmentos del techo que se habían derrumbado por las lluvias. Solo bastó un suave empujón para entrar y enceguecerse con la oscuridad húmeda y tibia, el hombre, algo tímido, respiró profundamente, confundiendo la pestilencia con el olor de un hogar; olor a moho y a pútrido que se hundió en su nariz. Descargó su maleta en lo que algún día fue una sala, y busco un lugar cómodo para dormir y recuperarse. En el piso de arriba, algo húmedo y empolvado, encontró un colchón que aun podía inspirar sueño. Había ropas tiradas en el suelo, ropas de niño, inocencia empalagada de polvo y resequedad. En el centro de la sala, una mancha carmesí. Sangre, pensó. Sangre antigua de tono sepia.
Junto a la cama, se tiró al colchón de espaldas, como sumergiéndose en el agua. Como tantas otras veces, durmió con su uniforme puesto, y colocó amarrado a sus brazos el fusil. Tuvo un sueño corto, atiborrado de pesadillas. Lo despertó a media noche el inhumano sonido del viento, posesionándose de la casa desde el primer piso. Desde entonces, y sumido en una habitual paranoia, no pudo dormir. Espero el amanecer en silencio, junto a la ventana. En la espera, confundió aquel instante con la guardia militar; recuerdos difusos, cercanos, enredados por el sueño.
Sin embargo, el amanecer no llegó. En vez de él nubes oscuras, asfixiadas de lluvia, invadieron el cielo. Los relámpagos se derramaban sobre la pradera. Campo seco, cargado de maleza, que seguramente alguna vez fue un maizal. ¿Como se llamaba aquel lugar? No lo sabía. Había caminando por días enteros, durmiendo en agujeros, uniformándose de noche oscura. Era un desertor que huía. Había tenido suerte; solo encontró campo desolado. Nadie lo denunciaría. Sin embargo eso no lo tranquilizaba. En realidad, no tenía a donde ir. Poseer la libertad de elegir un destino (por insustancial que fuese) le aterraba. Por ahora, aquella casa, a pesar de los muros mohosos, el polvo y el olor a mugre, tenia algo de acogedor. Necesitaba pensar, descansar y dormir.
La lluvia fue desde un principio torrencial. Desde un principio, la oscuridad no dio salida. Solo los relámpagos le demostraron que aun existía un mundo exterior. El hombre entonces busco en su maleta algunos artificios, y se dedicó a reparar lo que aun fuese útil en la casa. Arrancó una puerta en la cocina y la llevo hasta la entrada principal, cuidándose de que los detalles no descuidaran la sensación de abandono. Por aquella pradera, inevitablemente, pasarían brigadas militares, que le fusilarían a la primera oportunidad. Curó algunas goteras con tablas y clavos, y sacudió con tablas el empolvado colchón de la cama que eligió para dormir. Ya en la lluvia, tuvo confianza para dormir a sus anchas.
Pero las pesadillas asechaban. Fueron inevitables los recuerdos, la vida misma, en la distancia imprecisa de la niñez, cuando se escondió tras un antifaz de pesadilla. Hombres armados destruían la puerta, golpeando, llamando a los hombres, separando a las mujeres. La voz espeluznante que dominaba la noche, la voz del fuego. Pesadillas que en realidad eran recuerdos, y que el sueño revivía con la crueldad de un verdugo enpalador. El solo era un niño escondido en la habitación diminuta, temeroso por las sombras de la ventana, atiborrado por las voces. Ya le habían dicho, con detalle, donde debía esconderse, pero en el instante en el que escucho las voces y los disparos, lo hizo todo con tal torpeza que estuvo a punto de hacerse escuchar. Refugiado, y en silencio, espero un milagro. Tuvo la esperanza, inocente e ingenua, de que alguien salvara a los suyos. Por desgracia, nadie llegó. Cuando la masacre terminó comprendió que el silencio es miles de veces más espantoso que los llantos. Silencios precedidos de disparos; gritos en la distancia, y la horrible sensación de haber sobrevivido solo para ahogarse en soledad. Con sus propias manos, al amanecer, enterró a sus padres. Lo hizo sin pensar, mecánicamente, librándose de la locura con la indiferencia de un idiota, para luego llorar días enteros sobre las tumbas frescas. Cuando el bando contrario lo encontró, apenas respiraba. Lo alimentaron, y lo llevaron a un pueblo vecino. El odio hizo que él, rápidamente, asumiera como suya una ideología paterna, extraña e impersonal siempre, que hasta entonces le fue indiferente. Así se hizo soldado.
Hoy, abandonado, era un desertor. Un hombre cargado de recuerdos, incapaz de llorar.
En aquellos días, en la distancia de su niñez, conoció pueblos, mercados, y hombres vivaces, que cultivaban la tierra y dominaban la llanura. Hoy solo quedan escombros, y el inagotable olor a sangre seca.
2
Camino durante la noche, hasta las puertas de un pueblo desconocido. Un grupo de soldados dormitaba sobre las ruinas de una iglesia, así que los evitó durante su recorrido. A medida que avanzaba el aire se enrarecía. Bajo sus pies, el frio verde de la hierva se hacia mas vivaz.
El pueblo entero era un fantasma, estancado en la montaña. Pocas casas se mantenían en pie, y casi todas las vías empezaban a convertirse en ríos de hierba. El bosque reclamaba la tierra que un día fue suya; la humanidad huía entre las armas, matándose y abonando la tierra con su carne. El hombre pensó que aquel era un destino inevitable, y no juzgó más allá de lo superficial. Él también había matado a otros, cobrando una venganza que siempre fue insípida.
Terminó escondiéndose a las afueras, en algo que parecía una pesebrera. Ahí observó como los militares (no reconoció el bando) partían por donde él llegaba. Su paso fue lento porque abundaban los heridos, y porque sus rostros apestaban a muerte. La desesperanza les consumía. Por un instante, sintió compasión de ellos, pero semejante idiotez (castigada entre las filas del ejército que abandonaba) se desvaneció de su memoria. Solo él era digno de compasión. Todos los demás, obligadamente, merecían la muerte.
Espero un día escondido, sin moverse. Lo despertó de nuevo el espantoso rumor del viento, el frio del anochecer. Estaba desorientado, sintiendo a cada paso un frio intenso y los labios amargados. Observo todas las direcciones, incapaz de decidir por una. Su mirada, al fin, se detuvo en el potente humo que emergía del pueblo que había creído abandonado. Escuchó el ruido grumoso e indefinible de una multitud. Algo de alegría lo embargó. Aun había gente. Tal vez se escondían como él, huyendo de la guerra.
Olvido la prudencia, y sus pasos, emotivos, olvidaron la sutileza que guardaron durante la huida. Su corazón palpitaba con violencia, su estomago, por primera vez, sintió la cercanía de un suculento plato cosido. El hombre no evito confesarse que moría de alegría. Habían otros. Había esperanza. Reconoció la multitud mucho antes de adentrarse en ella; giraban en torno al fuego, en una celebración indescifrable. Aquellos hombres, de apariencia torpe, parecían maquinas confusas que giraban sin sentido. Notó inmediatamente que algo andaba mal con ellos. Un susurro suave emergía de sus bocas. Un lamento doloroso, cargado de apatía, parecía su voz. Su propio nerviosismo, su pesada respiración, lo delataron como un extraño.
No tardó en comprenderlo, al ver la blancura de sus rostros, la huesuda inexistencia de sus ojos, la ausencia de aliento o respiración. Todos estaban muertos.
— ¡Largo de aquí!—gritó una voz— ¡no eres bienvenido!
“debo estar soñando otra vez” pensó el hombre, aunque sabia que se equivocaba.
La multitud se acercaba, armándose con piedras y palos que había por doquier. Gritaban enfurecidos por su presencia, con la expresión pudorosa de esqueletos desnudos, avergonzados y violentos.
— ¡ha visto nuestra celebración! — Grito el esqueleto semi desnudo desde una ventana, que poseía voz de mujer— deben matarle ¡atrápenlo!
El hombre fatigado, distanciándose del pánico, no espero más tiempo y empezó a correr. Tras él, esqueletos furiosos le perseguían armados con piedras, palos y machetes oxidados. La suya era una diferencia irreconciliable, que solo podría resolverse con la muerte. La vida los había hecho peones y cómplices de bandos diferentes, pero la muerte, inefable, siempre justa, los había hecho iguales. Los muertos defenderían esa igualdad con violencia y odio, tal y como defendieron, en vida, causas aun más superficiales. Por eso, el extraño debía morir.
Por su parte, el hombre fatigado corría, esquivando los troncos y evitando las piedras. Por primera vez sintió el terco e indomable deseo de conservar su vida. A cualquier costo, así tuviese que huir por siempre, escondiéndose como una rata. Su suerte estaba echada. Una vez mas, perseguido por la muerte, se adentraba en la oscuridad de la noche, buscando la protección de los bosques y las praderas, en dirección a la nada.
Oscar Mauricio Corzo.
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