“Mi corazón, liberado del peso de la inquietud,
comenzó a latir ágilmente. Ya no me quedaba otra congoja que la de haber
ofendido a Alicia, pero cuan dulce era el pensamiento de la reconciliación, que se anunciaba como aroma
de sementera, como lontananza del amanecer. De todo nuestro
pretérito sólo quedaría perdurable la huella de los pesares, porque el alma es como el
tronco del árbol, que no guarda memoria de las floraciones pasadas sino de las
heridas que le abrieron en la corteza. Pero,
cuitados o dichosos, debíamos serlo en grado sumo, para que más tarde, si la
felicidad nos apartaba por diversos caminos, nos aproximara el recuerdo, al
hallar abrojos semejantes a los que un día nos sangraron, o perspectivas como las que otrora nos sonrieron, cuando
teníamos la ilusión de que nos amábamos, de que nuestro amor era inmortal.” La
Vorágine, Bogotá, Ancora Editores, 1997, pág 85
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