domingo, 11 de mayo de 2014

Jairo Oliveros Ramírez. Recordando a José Eustasio Rivera En los noventa años de ser publicada La Vorágine






Otro pasaje para tratar de detectar ese tono intenso entre narración, realidad y fantasía que se extiende en el tiempo, en un ambiente como tenso... Ahí quedan estas palabras que hacen de esta narración un mundo que aún nos sigue como nuestra propia sombra.

   “Asomándome a la ventana del corredor, donde parpadeaba una lamparilla, vi arremolinarse en la oscuridad del rebaño de detenidos, recelosos de desfilar por la hórrida puerta, escalofriados por la intuición del peligro cruento, erizados como los toros que perciben sobre la yerba olor de sangre.

“¡A bordo, muchachos!”, repetía la voz cavernosa, desde el otro lado del quicio feral. Nadia salía. Entonces la voz pronunciaba nombres.

   “Los de adentro intentaron una tímida resistencia: “¡Salga primero!” “¡Al que llaman es a usted!” “¿Pero por qué me acosan a mí?” ¡Y ellos mismos se empujaban hacia la muerte!

   “En la pieza donde estaba yo comenzaron a descargar bultos y más bultos: caucho, mercancías, baúles, mañoco, el botín de los muertos, la causa material de su sacrificio. Unos murieron porque la codicia de sus rivales estaba clamando por el despojo; otros fueron sacrificados por ser peones en la cuadrilla de algún patrón a quien convenía mermarle la gente, para poner coto a la competencia: contra éstos fue ejecutado el fatal designio, pues debían fuertes avances, y, dándoles muerte, se aseguraba la ruina de sus empresarios; aquellos cayeron, estrangulando el grito agónico, porque eran del tren gubernamental, empleados, amigos o familiares del aborrecido gobernador. Los demás, por celos, inquinas, enemistades.

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